IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Abandonada

Cristina Monreal, 15 años

                Colegio SEK Ciudadelcampo (Madrid)  

Aquel día parecía que la profesora de matemáticas, la señorita Raquel, había desaparecido. Los alumnos comentaban lo tarde que era. La maestra nunca se retrasaba.

-Lo siento, chicos, perdonadme –entró en tromba después de abrir la puerta con brusquedad.

Se dirigió hacia la mesa con su mochila y con un montón de papeles. De forma más pausada seguía a la maestra, como si no tuviese ninguna prisa, una muchacha que ninguno de nosotros había visto antes. Su cuerpo, oculto por el uniforme escolar de falda escocesa y jersey azul marino, era delgado. Su cara, chupada. Las piernas, que sólo se intuían bajo las medias oscuras, fibrosas. Dejaba ver sus manos escuálidas, que agarraban una carpeta forrada con imágenes siniestras. Su pelo era negro, teñido con reflejos azules y violáceos, y la piel pálida.

-El coordinador me ha presentado a vuestra nueva compañera. Se llama Séfora Zulán y va a estar con nosotros durante el resto del curso –Raquel nos dio a conocer la identidad de la muchacha.

Supe, en ese mismo momento, que todos la iban a rechazar por su aspecto. Mi sospecha se vio confirmada cuando se dirigió hacia el extremo de la clase sin lanzar miradas ni sonrisas.

Con el paso de los días fue en aumento la opinión de que era una chica extraña. Corría el rumor de que sus brazos estaban plagados de cortes, pues siempre llevaba las mangas del jersey fuertemente sujetas por los puños y nunca se las arremangaba, ni siquiera en los días en los que el aula se caldeaba. Unos decían que era gótica, es decir, que pertenecía a una especie de tribu urbana. Las peores murmuraciones eran aquellas que aseguraban que Séfora bebía sangre, pues en el comedor del colegio apenas probaba nada. Otros comentaban que debajo de la chaqueta llevaba una navaja.

Mis amigos la temían y no me dejaban acercarme a ella. A pesar de todos sus intentos para mantenerme alejada de ella, pensaba que estaba mal apartarla. Mi empeño en creer que necesitaba ayuda me impedía conciliar el sueño.

-No te acerques a Séfora –me advertían-. Siempre haces lo mismo: consideras que alguien está en apuros, pero cuando ofreces tu ayudas nadie te lo agradece.

Me encogía de hombros y bajaba la cabeza ante este tipo de comentarios, pues seguía pensando que tenía que ayudarla.

Fue entonces cuando el destino me echó una mano. Séfora se olvidó en su casa el libro de matemáticas, por lo que la señorita Raquel decidió que se sentara junto a mí. Vi la oportunidad al instante e hice todo lo posible por socializar con ella.

—¿Por qué te has olvidado el libro?— mi tono era de preocupación verdadera, lo que le sorprendió.

—Esta mañana he salido de mi casa a toda prisa —pareció enfadarse consigo misma.

—¡Menos mal que me tenías a mí! —sonreí.

Ella me respondió con el mismo gesto.

Durante los siguientes minutos, me contó todas sus preocupaciones. Me sentí orgullosa al haber seguido mi sexto sentido y comprobar que Séfora no era problemática ni padecía trastornos psicológicos.

Por la tarde la profesora de inglés me castigó y tuve que quedarme sola junto a una columna.

-Pss..., Isabel -oí a mi lado.

Era Séfora, sonriente. Se había quitado el jersey y dejaba al aire sus brazos, que no tenían ninguna cicatriz.

-¿Qué haces aquí, Séfora? Si te pillan, la profesora se enfadará y te castigará también.

-No te preocupes -sonrió-. No te voy a dejar sola cuando tú has sido la única que me ha aceptado.

Pasó a mi lado todo el recreo. Desde entonces nos convertimos en amigas inseparables y mi pandilla la aceptó como a una más.