IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Al acecho

Beatriz Fdez Moya, 15 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

El depredador observa a su víctima escondido entre las sombras. Su astuta mirada felina destella con un brillo anaranjado al reflejo de la luz. La víctima, ignorando la suerte que le espera, reposa tranquila mientras pasta. El depredador ha conseguido meterla en sus do-minios, donde ya no tendrá escapatoria en caso de huida. Lentamente se va acercando. La presa aún no lo ha visto, pero el ambiente de hostilidad empieza a ponerla nerviosa. Todo es frío. La víctima mira a su alrededor pero sus ojos no ven la amenaza, hasta que…

El depredador ha dado un salto que lo ha colocado justo encima de su víctima que, asusta-da, empieza a correr. Ya no habrá piedad. El depredador no tardará en alcanzarla. Sus largas patas están hechas para correr. Las de su oponente, cortas, están hechas para repo-sar. La víctima se da cuenda en el último momento que nunca ha tenido escapatoria, que ha sido conducida desde el primer momento al lugar, sin salida, donde se encuentra ahora. Acorralada implora clemencia. Pero el depredador no tiene oídos y siente la punzada del hambre. Los ojos de la víctima, hundidos en el miedo, reflejan los de su agresor durante un instante, justo antes de cerrarse para siempre. Y ya no hay vuelta atrás. El depredador se aleja lentamente dejando a su presa, ya sin vida, en busca de una nueva víctima que asesi-nar…

Incapaz de seguir escuchando, Estefanía apagó la televisión. Las palabras y las imágenes del documental se le habían quedado grabadas y no había manera de ignorarlas. Se había visto a sí misma como el gran felino que le robaba las vidas a los pequeños fetos indefensos que morían sin siquiera poderle dirigir una mirada de súplica, como la aterrorizada víctima de la película. La tensión y el remordimiento de conciencia le invadían desde hacía tiempo y le hacían sentirse mal por primera vez en muchos años de trabajo. Su labor tendría que acabar. Y sabía como ponerle fin.

Minutos más tarde se encontraba en un autobús. Se bajó de él junto a la puerta de la clínica abortista en la que había trabajado durante años. No le llevó mucho tiempo cruzar la entra-da y dirigirse a los ascensores. El despacho del director se encontraba en la segunda planta. Durante el corto trayecto, no cruzó una palabra con nadie. Abrió la puerta sin llamar. El director la observó con extrañeza. Sin decir palabra, tal y como obligaban a las pacientes de la clínica, le entregó su dimisión. Aún mas extrañado, miró a Estefanía a los ojos en busca de una explicación. —Me marcho— fueron sus únicas palabras.

Decidió caminar hasta su casa para despejarse. No había andado mucho cuando descubrió en una pared un cartel que pedía ayuda para las mujeres embarazadas que no querían tener a sus hijos o que carecían de recursos para mantenerlos. Se les ofrecía la posibilidad de darlos en adopción y de obtener una ayuda económica para los meses de embarazo. “Que ironía que lo hayan pegado tan cerca de la clínica, pensó. Apuntó el número y llamó por teléfono apenas cruzó el umbral de su piso.

* * *

Ahora Estefanía tiene un trabajo bien diferente y es feliz. Imparte conferencias sobre la perversión del aborto y sobre las consecuencias físicas y psicológicas de ese tipo de inter-venciones. Ha conseguido que muchas mujeres hayan llevado a término sus embarazos. Y ella ha sentido con alegría esos primeros llantos.