XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

Asesino de novela 

Irene Paneque, 14 años

Colegio Sierra Blanca (Málaga)

A las nueve de la mañana, Matías entró en su despacho. Estaba desolado, pues acababan de comunicarle la noticia de un nuevo asesinato, el tercero en aquella semana. Nunca en aquel pueblo había ocurrido nada parecido. Había escuchado que veinte años atrás un hombre apareció colgado de un árbol, y que a una mujer la atropelló un coche cuando la gran nevada, pero en aquella población nunca había sufrido un crimen, y menos un crimen repetido, y menos provocados por un asesino que dejase en los cuerpos de sus víctimas un señuelo tan extraño: la letra “D” mayúscula tatuada en uno de los brazos del cadáver.

–Y pensar que pedí el traslado a un lugar más tranquilo –suspiró al dejarse caer en el sillón de su despacho, en cuya ventanilla había una placa que anunciaba: “Matías Torres. Investigador de sucesos agrarios”–. Si lo mío iba a ser buscar alguna vaca perdida, resolver robos de ganado, perseguir a quienes esquilman las huertas… Pero hete aquí que lo primero con lo que me topo es con un asesino múltiple. Además, he hablado con todos los vecinos del pueblo, pero nadie dice haber visto nada.

Ordenó la mesa y, abatido, regresó a su vivienda. Entró en el salón y buscó un libro en la estantería, deseoso de que la lectura le ayudara a despejar la mente. Escogió una novela policiaca que narraba la historia de Darío, un astuto asesino que también dejaba una letra grabada en la piel de sus víctimas, al que el comisario protagonista de la trama no lograba atrapar.

–¡Qué curioso! –se dijo–. Es una marca muy parecida a la que he visto en las tres personas asesinadas. 

Se apresuró a pasar las páginas del libro hasta que encontró una ilustración de dicho tatuaje que, para más inri, utilizaba la misma caligrafía que en aquellos sucesos. Aquello no podía ser una casualidad: el asesino del pueblo estaba imitando al personaje literario.

Se cercioró de que, en la novela, la cuarta víctima de Darío era el alcalde de la localidad donde sucedían los hechos. 

–Por tanto, es probable que su próximo objetivo sea nuestro regidor.

A la mañana siguiente, Matías se reunió con el comisario de la policía para explicarle sus nuevos hallazgos. Consciente de que no disponían de mucho tiempo, el comisario elaboró un plan: 

–Dividiré a mis hombres. Al llegar al ayuntamiento, algunos esperarán en la puerta de entrada. Así, el asesino no tendrá por dónde huir. El resto nos distribuiremos en el interior del edificio, atentos a cualquier movimiento –explicó el jefe de la policía a sus agentes, Desviando la mirada hacia Matías, añadió–: Gracias por sus servicios, le mantendremos informado.

Una vez en su domicilio, el investigador de sucesos agrarios comenzó a sentirse mareado. Se acostó en la cama y cerró los ojos, en un intento por sentirse mejor.

Más tarde, cuando los policías llegaron al ayuntamiento, descubrieron que la puerta principal había sido forzada y que estaba abierta. Los agentes llegaron a toda velocidad al despacho del alcalde, pero ya era tarde: el cuerpo del regidor yacía en el suelo. A su lado se encontraba el asesino, enmascarado con un antifaz negro. Los agentes rodearon al culpable y lo esposaron. Aunque no habían llegado a tiempo para salvar al alcalde, habían atrapado al criminal.

El comisario de la policía se acercó al detenido:

–Bien, veamos quién se esconde bajo esa máscara…

Al día siguiente, Matías se despertó algo aturdido. Miró a su alrededor y supo que se hallaba en una sala de interrogatorios. No lograba recordar cómo había llegado hasta allí. Un grupo de policías le miraban con atención.

–¿Qué ocurre? –les preguntó–. ¿Por qué estoy esposado? 

Los agentes intercambiaron sus miradas. Uno de ellos susurró:

–Parece que ya ha vuelto en sí. Que traigan la pantalla.

En seguida colocaron un ordenador portátil ante él, para mostrarle el vídeo de un interrogatorio. Matías lo observó con curiosidad hasta que, por un momento, sintió que no podía respirar: había comprendido que estaba contemplando la grabación de su propio interrogatorio. Se le podía ver sentado en la misma sala, respondiendo a las preguntas que le hacía el comisario. Era su cuerpo el que respondía, pero aquellas respuestas no las daba Matías sino Darío.

Por orden del juez, le encerraron en un hospital psiquiátrico, pues había sido diagnosticado como “Paciente con personalidad múltiple”.

–Gracias al tratamiento, podré deshacerme de mi otro yo –se decía a sí mismo–. Si ya es difícil actuar sin ser descubierto, mucho más entretener al asesino que hay en mí, investigando su propio caso.

Cogió un papel sobre el que comenzó a practicar su caligrafía: una letra “D” mayúscula ocupó todo el folio.