XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

Azul y verde 

Ignacio López Martín, 14 años

                 Colegio Mulhacén (Granada)  

Día 932 de mi cautiverio: 

Juan le ha robado el bollo a un guardia que estaba dormido. Lo ha dividido y nos lo hemos comido entre los tres para que compensemos el pobre almuerzo de hoy, aunque no sé si lo que nos ponen en las bandejas podría considerarse comida. 

En cualquier caso, aún seguimos aprendiendo a volar.

—¿Creéis que sospechan que intentamos escapar? Lo digo por lo de <<aprendiendo a volar>>. Porque si los carceleros leen tu diario a escondidas…

—Ni de broma. Ellos creen que estamos locos. ¿Acaso no has visto a Gonzalo? No deja de amenazar a los guardias cada vez que pasan por delante de la celda.

—Lo hago porque se lo merecen, Juan. Recuerda la razón por la que estoy aquí.

La noche caía sobre la cárcel Modelo de Barcelona. Carlos, uno de los tres reclusos de la celda ciento cuarenta y seis, cerró el cuaderno y lo guardó bajo la almohada antes de echarse sobre el jergón. Los otros eran Gonzalo y Juan. No solo les unía compartir aquella pequeña habitación enrejada, sino la misma edad, lo que facilitó que entretejieran una buena amistad. 

—¡Fuera luces! —ordenó uno de los carceleros.

—¡Cómo odio este lugar! —susurró Gonzalo por lo bajo.

—Oye, ¿por qué no nos cuentas tu historia? –le pidió Juan–. La de cómo llegaste aquí.

—Sí, por favor—añadió Carlos—. Me ayuda a dormir. 

—¿Otra vez? –protestó Gonzalo—. ¡Pero si la conocéis de memoria!... Está bien. Ya sabéis cuándo ocurrió todo, una noche de agosto de 1975. Me dirigía a casa después del trabajo. Eran las diez, más o menos, cuando me sorprendí al ver a una de mis vecinas, la señora Ramírez, tendiendo la colada en su terraza en compañía de sus seis gatos, que iban y venían alrededor de sus piernas.

—Esa mujer está loca —comentó Juan en voz baja—. Si la han sacado tres veces en el periódico, no creo que sea por su buena fama.

—¿Lo dices porque les hablaba a los gatos como si fueran sus hijos o porque todas las mañanas se asoma al balcón a gritar: <<¡Vamos a morir! ¡Tenedlo claro!>>. 

–Espera, Carlos –Gonzalo alzó la mano para que le dejaran continuar–. El caso es que cuando estaba a unos pasos de mi portal escuché un disparo. No podéis haceros una idea del estruendo, pues a esas horas apenas hay tráfico y el reventón hizo eco en los edificios. Entonces me pareció ver a un hombre que echaba a correr con una bolsa de basura bajo el brazo, que metió en un cubo. Y recuerdo los ladridos de un perro. Y después, justo después, otro disparo.

—¡Ahora viene la mejor parte! —exclamó Juan.

—Con el corazón en un puño me asomé al callejón desde donde había venido el tiro. En un instante me quedé aterrorizado, pues había un hombre con una pistola, guantes negros y un pasamontañas. A sus pies yacía el cadáver de una mujer de mediana edad. Estaba muerta, os lo prometo, pálida y con los ojos apagados, sin vida. Él me sintió, pues alzó la vista y sus ojos dieron con los míos. Los suyos eran muy peculiares, de dos colores: azul y verde. Tras unos segundos, el hombre soltó su pistola y se desvaneció en la oscuridad. Yo no sabía qué hacer, estaba tan confundido que me quedé inmóvil. Poco a poco me acerqué al cadáver y cogí la pistola para entregársela a la policía. Cuando salí del callejón crucé la calle para llamar desde una cabina de teléfono, pero no fue necesario, ya que en ese momento aparecieron las luces parpadeantes junto al desagradable sonido de una sirena. 

—¡No!— Carlos se llevó las manos a la cara.

—Sí, amigo, sí… En cuanto vi el coche patrulla solté el arma y levanté las manos. Fueron dos los agentes que bajaron del vehículo. Me dijeron que me arrodillara en el suelo, sin dejar de apuntarme con sus pistolas. Y rompí a llorar. 

–Te comprendo.

–Gracias, Juan… Me subieron al coche, donde les expliqué lo que había ocurrido. Pensé que me creían, y que era normal que me dijeran que tenía que pasar el resto de la noche en la comisaría mientras ellos realizaban sus pesquisas. Cuando llegamos, nos esperaba un policía que estaba de brazos cruzados, cabizbajo. La gorra le tapaba buena parte de la cara. Uno de los agentes se acercó a él y le susurró unas palabras al oído, a lo que respondió: <<Muy bien; posiblemente sea inocente, pero primero es necesario investigar>>. Cuando alzó la cabeza, me quedé helado: acababa de ver su mirada bicolor. Y supe que estaba perdido.

—¡Madre mía!— dijo Juan—. Tu historia me sigue impactando. 

—Por eso quiero escapar, para vengarme y demostrarle al mundo que la Justicia es solo una ilusión —concluyó Gonzalo—. Cuando encuentre a ese asesino, juro que lo arrojaré en esta cárcel por el mismo agujero por el que me habré escapado junto a vosotros.