IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Balcón de Pineta

Javier Celaya, 15 años

                   Colegio San Agustín (Madrid)  

Las álgidas cumbres parecían apuñalar el cielo. De los neveros partían regatos que alimentaban la vena del río. Una amplia calzada rodeaba la cuenca de éste en lento ascenso. La vía enseguida se vertebraba en numerosos senderos que desaparecían entre arbustos y matojos.

Una familia bajó del coche. Un hombre de mediana edad, poco pelo y figura avezada abrió la parte trasera de la que saltó una perrilla afable. Junto a ella estaban hacinados cuatro macutos y varios pares de botas, las gorras y un bote de protector solar. El hombre se hizo con todo después de acariciar la fina cabeza negra y albar del can.

—Poneos crema, que va a pegar el sol —advirtió.

Su esposa, una mujer menuda y con gafas, pasó el bote a los dos hijos, quienes se alegraron de recibir una bocanada de aire fresco.

—Y, por favor, ¡no os olvidéis las gorras! –insistió el padre.

Juntos atravesaron una arboleda. Hacía calor y daba la impresión de que estaban cruzando un túnel, por la forma en que las ramas se entrelazaban por encima de sus cabezas. El suelo, cubierto de broza, crujía con cada pisada. Carlos rebuscó en el manto de hojas hasta descubrir una larga vara, ligera y flexible. Volviéndose a su hija, esbozó una sonrisa antes de ofrecérsela.

—¡Ay va! Iciar. Deja ese otro palo, que con éste subirás mucho mejor.

En efecto, la pequeña portaba el suyo propio.

-Este me gusta más –le contestó a su padre.

Carlos levantó un dedo admonitorio. Sin embargo bajó de nuevo la mano, suavizando el rostro. Quedó así un rato, pensando, observándola en silencio.

—Iciar, ven aquí. Mírame. Ya sé que tú eres fuerte, y que puedes llevar ese palo. ¡Pero el camino es largo! Vas a necesitar algo mucho más ligero si queremos encontrar algún edelweiss. Además… —susurró a su oído—, el de mamá y tu hermano son peores…

Pronto alcanzaron un vado. La senda atravesaba una vasta planicie, se bifurcaba y, más allá, se colaba por entre las rocas y collados zigzagueando hasta la cima. La niña brincaba con facilidad pasmosa gracias a su nuevo apoyo, no así el resto de la expedición, en especial su madre. Las paradas en busca de aliento se hacían cada vez más frecuentes. «Ya falta poco, Belencita», era todo cuanto repetía su marido. A pesar de sus protestas, los niños no querían dejarla. Prosiguieron pues con gran esfuerzo, paso a paso y sin prisas. Nada ocurre por casualidad; de hecho, fue gracias a su notable tardanza que hallaron el primer edelweiss a un lado de la senda. El color de sus pétalos era como el blanco de la nieve (varios de ellos estaban todavía encogidos) y sugerían un aspecto suave y lanoso. Entraban ganas de acariciarlos con las yemas de los dedos. Arriba encontraron más.

Llegaron al balcón sin muchas dificultades, y allí, solos y mecidos por el viento, almorzaron y descansaron un poco.

Reanudaron la marcha nada más recuperarse, camino del Lago Marboré. No era fácil caminar por la nieve. Iciar aprovechaba la lentitud del viaje para rescatar las pequeñas mariquitas que yacían congeladas.

Ya de vuelta, divisaron una manada de rebecos. Al percatarse de su presencia, las reses quedaron entre asombradas y precavidas. Pasaron unos minutos antes de que huyeran a otra parte.

De nuevo en las faldas de la montaña, la pequeña Iciar fue soltando, cariñosamente, a cuantas mariquitas hubo rescatado anteriormente. El calor de sus prendas las había despertado, y en poco tiempo echaron a volar desde el guante en el que la niña las había resguardado.

Al finalizar la excursión advirtieron el peculiar silbido de unas marmotas. Sacaron apresuradamente la cámara fotográfica para inmortalizar el momento. Parecía que en aquel día todo salió a la perfección.