XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

Brillante como el
reflejo del mar

Nuria Coderch, 14 años

                  Colegio La Vall (Barcelona)  

Pablo bien merecía los riesgos que estaba corriendo desde que zarpó en aquel barco. Llevaba horas bajo la lona del bote, sin saber cuál era su rumbo, mareado por el vaivén de las olas y el penetrante olor a brea.

Aprovechó la caída de la noche para salir a cubierta. Tenía el cuerpo entumecido. Aún así, aguardó detrás de unos cabos a que sólo quedaran los piratas de la primera guardia. No podía imaginarse que un denso banco de niebla le iba a permitir acercarse hasta el mascarón de popa, donde el capitán del navío tenía su camarote.

Con las manos sudorosas, se agarró al obenque para no perder el equilibrio. Los marineros de la primera guardia se encontraban a unos pasos de él. Se quedó mirándolos un rato. Eran altos y corpulentos. Distinguió el volumen de una pistola en el bolsillo de uno de ellos. Eso hizo que un escalofrío le recorriese la espalda, porque iba desarmado. Si les dejaba suficiente tiempo de maniobra, lo matarían. Sin embargo, Pablo sabía que era imposible encararse con todos ellos y salir vencedor.

<<Podría escabullirme por detrás de la cabuya>>, pensó. <<Están todos pendientes de la marejada que ha provocado la deriva del barco. Ni siquiera se enterarían>>.

Era la única manera que tenía de salir bien parado de aquella situación embarazosa.

Armándose de valor avanzó lentamente hacia la bovedilla. A cada paso que daba se le aceleraba el corazón, pues sabía que, con tan sólo volverse, esos hombres se percatarían de su presencia.

Ya había dejado atrás la botavara y en unos pasos llegaría al mascarón de popa. Pero justo entonces un pirata le llamó la atención.

-¿Qué haces despierto a estas horas?-dijo.

El hombre aguardó unos instantes, y al ver que no obtenía respuesta, dijo:

-Vuelve a tu camarote ahora mismo.

Pablo respiró aliviado. Le había confundido con otro marinero.

Se dispuso a entrar en el camarote del capitán. Pero vio que había luz. ¿Cómo lograría que el capitán saliese a cubierta?

Invadido por el miedo, entró con sigilo. Procuró quedarse en la penumbra, para hacer más difícil que se diese cuenta de que no pertenecía a los tripulantes.

-El cocinero ha preparado tortas, señor –dijo.

El capitán, que estaba enfrascado en la lectura de un libro, levantó la mirada. Era muy moreno, de piel áspera, frondosa cabellera y ojos oscuros.

-¿Y qué se supone que hace el cocinero cocinando a estas horas? -. Su voz era ronca.

-Cocina para calmar su miedo a la borrasca.

Sabía que había metido la pata, pero fue lo único que se le ocurrió.

-¿Desde cuándo tenemos miedo a una borrasca de nada? ¿Soy yo o aquí todos se están volviendo locos?...

Se levantó dando un bufido y apartó a Pablo de un manotazo.

Aguardó unos minutos, por si volvía. Al ver que no, se abalanzó sobre el escritorio.

Lo revolvió todo, sin encontrarlo. ¿Dónde lo habría metido?... Abrió en vano todas las cajas y sobres. Cada vez estaba más y más nervioso.

Escuchó unos pasos que se acercaban. ¿Cómo podía el capitán volver tan pronto?... Recorrió con la mirada el camarote, tratando de encontrar un buen escondite. Corrió a esconderse detrás de la cortina.

El capitán entró, furioso, dando un fuerte portazo.

A Pablo el corazón le latía con fuerza, parecía que se le salía del pecho. Colocó su mano temblorosa en los labios para evitar que oyese su forzosa respiración y entonces notó algo frío. ¡Allí estaba el diamante, cosido en el dobladillo de la cortina!

Lo cogió, loco de contento. No era más grande que la uña de su dedo pulgar pero su resplandor lo cegaba. Se quedó un rato mirándolo fascinado, y luego lo ocultó entre sus manos. Los ojos le brillaban de avaricia.

Pasó el viaje de vuelta en el bote salvavidas, calculando cuánto podría valer una joya de aquel calibre. Seguramente, más de lo que necesitaba. Se veía a sí mismo en una mansión, bebiendo cava, de fiesta en fiesta, sin trabajar… Sacudió la cabeza para librarse de esos deseos irrealizables.

Su verdadera felicidad no iba a ser el dinero que le pudiese proporcionar, sino volver a ver la sonrisa de Marta cuando los malditos secuestradores por fin quedasen satisfechos con el diamante. Pensó en ella durante unos minutos. Sus ojos de un azul intenso, su preciosa sonrisa, su rubio cabello… Pensó en ella, y se olvidó de dónde estaba.

Animado por su amor, remó con fuerza. No descansó hasta que divisó, medio desdibujado por los primeros rayos del alba, el faro de Barcelona.