IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Caminos de ida y vuelta
Beatriz Fdez Moya, 15 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

La Sevilla de mi juventud ya no existe. Después de años he vuelto a recorrer sus calles y he sentido una gran tristeza al comprender que los escenarios de mis mejores recuerdos se han convertido en grandes autovías o altos bloques de edificios. Poco queda ya de la mágica Sevilla que me encantaba recorrer de noche de la mano de Gabriel, cuando la luna proyectaba sombras azuladas en las paredes de cal.

Hace unos días me senté en un banco de una plaza, vieja amiga. Distinguí a lo lejos el caserón donde habíamos pasado los momentos más felices de la infancia, pero no tuve valor para acercarme. Algo me decía que si lo hacía, los recuerdos se evaporarían para siempre. El tiempo no nos hace sabios, tan sólo nos hace más cobardes.

Durante años he tratado de huir de los recuerdos. He viajado por todo el mundo y he vivido en las más exóticas y atractivas ciudades que uno pueda imaginar. Creí que si corría más allá del horizonte las sombras de mi pasado se apartarían. Pensé, ilusa de mí, que si interponía la suficiente distancia las voces de mi mente se acallarían para siempre y me dejarían vivir, libre de todos esos miedos que me embargaban.

Volví por fin a la orilla del Guadalquivir y me senté en un césped recién cortado. La Giralda se alzaba, imponente, como un centinela. Miré entonces el río donde años atrás había esparcido las cenizas de Gabriel, siguiendo su voluntad. Tantas ilusiones y esperanzas se habían ido aguas abajo para luego desembocar en el mar, disueltas en sal. El mismo sol que aquel día brillaba intenso iluminó mi cara y sentí la presencia de mi amado. Nunca me había dejado sola, por más que hubiera huido, siempre lo había llevado en mi corazón. Una sonrisa se dibujó en mis labios: ya no podía ni quería huir más. Había vuelto a casa.