XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

Canciones para Claudia 

Isabel Muñoz Sánchez, 16 años 

Colegio Zalima (Córdoba) 

Cuando la vio sentada en una de las sillas de respaldo granate, concentrada un libro, no se lo pensó dos veces y caminó con paso decidido hacia ella. Se sentó en la misma mesa y observó si hacía algún movimiento que pudiese significar “Aléjate de mí”. Tuvo la sensación de enfrentarse a un lobo como los que había visto en los documentales, pero al comprobar que no se había percatado de su presencia, decidió actuar:

–Hola –. Ella no movió un músculo. Él carraspeó, para llamar su atención–. Soy Raúl. Estoy en tu equipo en la exposición de Biología Marina. Aunque supongo que ya lo sabrás; hoy la profesora nos ha nombrado en alto.

La chica siguió sin reaccionar, concentrada en un libro de tapas azules. A Raúl los nervios lo consumían. Aquel trabajo iba a representar el setenta y cinco por ciento de la nota final.  

–¿Qué estás escuchando? –dejó de lado el asunto para señalar los auriculares que Claudia llevaba en los oídos. 

Ella pausó la mirada en un párrafo para dirigirla a su interlocutor. Raúl tragó saliva. Se sintió observado por un basilisco. 

–Es por curiosidad. Si te molesto… 

No esperaba que fuese a extender su mano, adornada con innumerables pulseras, hacia una de sus orejas para quitarse un auricular. Le llegaron las notas de una canción en la cúspide de su brutalidad.

–Heavy metal… –murmuró con cierto matiz de desagrado que no le pasó desapercibido a la muchacha. 

<<Mal comienzo, Raúl, mal comienzo>>, se dijo. 

Ella arqueó las cejas y pulsó la flecha que iluminaba su móvil. Una melodía mucho más relajada endulzó el oído del joven. Aquello era otra cosa.

–Ahora música clásica… ¡Qué maravilla! –. No podía dejar pasar esa oportunidad de oro–. ¿Cuál es tu compositor favorito? El mío, Pachelbel. 

El rostro de Claudia continuó inexpresivo, aunque no dejó de observarle. Lentamente, negó con la cabeza. El chico se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz, confundido.

–¿No te gusta? Bueno, a lo mejor prefieres a Mozart –no se daba por vencido.

–No me gusta la música –fue lo primero que escuchó salir de sus labios. 

Raúl parpadeó y volvió a ajustarse la montura de las gafas, aunque ya las tenía en su sitio. Intentó no responderle de malas maneras.

–Pues si no te gusta la música, ¿por qué la escuchas? 

Se advirtió de que aquello había sonado demasiado brusco, pero era tarde para rectificar. Le pareció que los ojos azules de Claudia se convertían en carámbanos que le atravesaban de lado a lado.

Necesitaba salir de la biblioteca. Ya intentaría el lance amoroso en otro momento.

–Bueno, Claudia, no importa. 

Se dio media vuelta para huir de aquella presencia invernal. 

–No me gusta porque yo escucho recuerdos. 

Raúl se detuvo y regresó a la mesa. 

–¿Cómo has dicho?

–Los recuerdos permanecen encerrados bajo llave en las lagunas de nuestra memoria. Hay que liberarlos de vez en cuando, porque si no se emborronan. Mi llave –. Por primera vez, el chico la vio sonreír–, es la música. 

Creyó que Claudia estaba mal de la cabeza. Conforme le hablaba, por uno de los cascos brotaba una canción tras otra. Entonces descubrió algo de cordura en aquellas palabras: música clásica: su primera comunión; heavy metal: su hermano mayor llevándola al colegio; pop: su graduación de bachiller… Cada canción estaba encadenada a una memoria diferente, a unos rostros diferentes, a un tiempo diferente. 

Raúl olvidó por un momento la biblioteca, la Biología Marina y todo lo referente a la Universidad. Aquella conversación le estaba haciendo descubrir algo ajeno al trabajo de la asignatura y a la consiguiente calificación. Pensó que la frialdad del comportamiento de Claudia, vista más de cerca, era tranquilidad; el silencio, filosofía; el misterio, pasión. Y aquello no le desagradó

***

Desde una butaca Claudia observaba la radio apagada que tenía delante, sobre un paño de punto. No se movió cuando él entró en el salón. Raúl portaba un pesado volumen de pálidas hojas. Se ajustó las gafas y la observó.

–Lo he encontrado. Estaba en la parte alta del armario, como te dije ayer.   

Su sonrisa vaciló al escucharla murmurar: 

–¿Quién eres?

–Raúl, tu marido –le repitió por tercera vez en aquella mañana, mostrándole su anillo en un vago movimiento.

La mujer de ojos azules, asintió lentamente. Iba a preguntarle si sabía dónde estaba su madre, cuando se distrajo con el hojeo frenético de las páginas del álbum. Las imágenes pasaban frente a ella con tal rapidez que parecían formar una película. En cierto modo, así era. Pero el proyector de Claudia llevaba cinco años estropeado, y no había mecánico que lograse repararlo del desgaste causado por el alzhéimer. 

Raúl cerró el álbum y volvió a mirarla. El inexpresivo rostro de su mujer le indicó lo que temía. 

–¿Un descanso? –no pretendía que la voz le temblara. No pretendía que Claudia frunciese el ceño, preguntándose quizás por qué se le empañaban las gafas. 

Raúl sacudió la cabeza y sintonizó algo de música en la radio. Las notas de Canon en Re Menor, de Pachelbel, entraron como golondrinas en la habitación, llevándose todos sus malos pensamientos. No se percató de la feliz expresión de su esposa hasta que la escuchó tararear la pieza. 

–Esta te gusta mucho, ¿verdad, Raúl? –comentó, arrugando su rostro en una sonrisa–. De jóvenes la ponías a cada rato. Incluso en nuestra boda.

Raúl abrió los brazos para abrazarla. Dejaron pasar el tiempo, y conforme las canciones se sucedían, ella le fue hablando de su hermano, de sus compañeras de graduación, de las niñas de su clase… Los recuerdos empapados de música veían de nuevo la luz.