IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Carolina

Beatriz Jiménez Castellanos, 15 años

                 Colegio La Vall (Barcelona)  

Aquella visita al ginecólogo no fue como yo esperaba: mi hija no iba a ser un bebé corriente. El médico me dijo que tenía síndrome de Down y me informó de todas las dificultades que supondría desde el mismo momento de su nacimiento. También me ofertó la opción de abortar.

Nunca hubiese optado por interrumpir el embarazo. Sin embargo, todo se presentaba en mi contra: el abandono de Héctor tras enterarse de mi estado, el pequeñísimo piso de alquiler que apenas podía pagar, la falta de apoyo de mi familia y, ahora, la enfermedad de la niña... Eran demasiadas dificultades para mí.

No podía olvidar que me encontraba sola y de que había llegado el momento de pagar mis desmanes: huí de casa para vivir con Héctor, escapé de mi ciudad dejando atrás una infancia y una juventud dulces. Pero el sueño se había transformado en pesadilla.

Al día siguiente de la charla con el doctor, fui a comprar algo de comida al supermercado. Allí me encontré con Carolina. No nos habíamos vuelto a ver desde que acabamos el colegio, si bien fuimos grandes amigas durante la adolescencia. Me dijo que llevaba dos años casada, que algunos meses atrás había tenido su primer hijo. Le conté por encima mi historia, pero ella no quedó satisfecha con aquella información deslavazada y me propuso que fuéramos a comer juntas. Acepté.

La comida se alargó mucho más de lo previsto, pero no me importó. Después de escuchar mis preocupaciones, Carolina me explicó, primero de todo, que el derecho a que el feto nazca no es de la madre sino del mismo bebé. Me contó la historia de algunas conocidas de ella que habían abortado para asegurarme que ninguna de ellas había sido más feliz después de interrumpir su embarazo, más bien todo lo contrario. En definitiva, me prometió ayuda para seguir adelante, me alentó para que no me rindiera. En el caso de que no me viese capaz de educarle, siempre cabría la posibilidad de dar a mi hijo en adopción.

Hace un año y medio nació mi niña. No la entregué a ningún centro de acogida y hoy puedo contemplar como da sus primeros pasos. Ríe sin parar y apenas balbucea algunas palabras. Su cara refleja felicidad. Yo también soy feliz porque obré correctamente.

Hace ocho meses empecé a salir con Ignacio. Tengo la certeza de me quiere y me querrá siempre, igual que yo a él. Hemos fijado el día de la boda en abril del año que viene.

Ahora sé que me equivocaba: mi fortuna no es lamentable sino dichosa. Tener un hijo con cuarenta y siete cromosomas no es ninguna pesadilla sino una fantasía hermosa, y la sensación que siento cuando está cerca es la más parecida a la que me imagino en el cielo. Mi hija se llama Carolina, pues gracias a aquel almuerzo con mi amiga, ella puede regalar su alegría a todo el que pasa a su lado.