VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Carta para nadie

Rocío Gómez Ortega, 20 años

                 Escuela Albaydar (Sevilla)  

Clara escribió esta “carta para nadie” el año pasado, cuando el sol hacía sudar las calles y los bancos de la plaza quemaban. Yo me sentaba cerca de la fuente y la veía sufrir. Cada día escribía una carta que yo me llevaba. Se convirtió en una costumbre recoger cada trozo de su pena en papel. Tal vez, aquella era su única manera de desahogarse.

El primer día que la vi, pensé que era una chica más, a pesar de que su tristeza era latente. No parecía del barrio. La vi escribir mientras moqueaba y se detenía a cada poco para secarse las lágrimas. Farfullaba y tachaba de vez en cuando. Cuando terminaba la misiva, se marchaba olvidándola allí mismo.

En la primera nota, decía:

<<Me llamo Clara y me he perdido. Disculpa, pero no sé dónde me encuentro. Hace unos días que no sé donde está el camino repleto de desniveles por el que solía deambular. Allí las estrellas brillaban más fuerte y la luna resbalaba dentro de su amplia bañera para regalarse sus muchos y relajantes baños nocturnos. Echo de menos los baches en los que me sentaba a descansar y pensar en el transcurrir de mi vida.

Siento una pena inmensa. Tú no lo entiendes, claro. Lo que siento sólo lo entiendo yo. Si hubieras conocido aquella tranquilidad, aquel silencio natural, lo más probable es que ahora llorases conmigo. En cambio, este ruido al que te has acostumbrado, estas calles niveladas..., rompen mi paz.

No lo ves, igual que no te fijas en la luna ni en las estrellas porque los edificios las ocultan>>.

Leí aquella carta una y otra vez, como si se fuese a evaporar entre mis dedos, por más que la conserve en el fondo de un cajón.

Un día después, dejó esto escrito:

<<He dejado atrás mi tranquilidad y sosiego. Este lugar me atrapa, me hunde en la miseria y la locura. No hay nadie al que consiga entender. No quedan rastros de lucidez porque no saben indicarme el camino que perdí.

No asientas; no digas que me entiendes. Tú estás en paz. Así son las cosas, por más que yo no sepa qué hacer>>.

Me sentí cómplice de sus temores, pero nunca me acerqué a aliviar su pena. Una de sus últimas notas citaba:

<<Déjame. No estoy llorando. No me conoces. No sabes si soy débil o fuerte. Ya nadie puede ver el interior de las personas. Si tú tampoco me puedes ayudar, estoy perdiendo el tiempo. Tendré que buscar la manera de ayudarme a mi misma, de volver por mis propios medios. No pienso quedarme sentada a la espera de que la vida pase.

No estoy loca, así que no me mires como una desequilibrada. No lo entiendes. Tengo que volver al circuito de mi vida. No puedo quedarme aquí. Necesito cambiar>>.

No la volví a ver. Y sí, soy de esas personas que ignoran lo que hay a su alrededor. No le pregunté. No hice nada por ayudarla. Por el contrario, fui lo suficiente egoísta para llevarme sus cartas y no hacer nada. A veces me consuelo al pensar que no ha regresado a la plaza porque ha encontrado la manera de regresar a ese lugar maravilloso del que tanto escribía.

Me hubiera gustado ir con ella.