XX Edición
Curso 2023 - 2024
Casualidades a las
once y media
Miguel Navarro, 15 años
Colegio Tabladilla (Sevilla)
En la puerta de una estación de tren se hallaba un hombre peculiar, apenas abrigado, que respondía al pomposo nombre de Gabriel Luchevite. Decía ser de ascendencia italiana, y su perspicacia detectivesca se había convertido en la comidilla de todo el país.
El detective, acompañado de su maleta de cabina, asió el picaporte de un taxi, pero este se desplazó varios metros impidiéndole la entrada. Gabriel, atónito, lo siguió unos pasos. Está vez abrió la puerta antes de que el conductor pudiera reaccionar.
–Buonasera, caballero. ¿Puedo sentarme o tiene usted algo mejor que hacer? –le preguntó con cierta ironía.
–Discúlpeme; no le había visto –se disculpó el taxista mientras se apresuraba a guardar algo en la guantera.
«Que se parezca a un pez globo, hace más cómica la situación», pensó el detective.
–Me dirijo a la calle del Pastor, al lado de la oficina de correos, al número quince.
–¿Ha dicho el quince de la calle del Pastor? –la voz le tembló al conductor, o así lo percibió Gabriel Luchevite.
–¿Ocurre algo en ese lugar?
–No, no… Pero, si se puede saber –carraspeó–, ¿qué le lleva hasta allí?
–Asuntos particulares –le comentó el italiano. Su primo le había invitado a su casa a pasar el fin de semana, pero Gabriel no acostumbraba a revelar sus intenciones, y menos a un taxista que había intentado zafarse de su servicio–. Pero, parece que le inquieta. Me ha dejado usted con intriga.
El chófer lo miró por el retrovisor.
–Pase la infancia en ese lugar. Fui un niño feliz, no se lo niego, pero esa casa siempre me ha estremecido, como si me provocara un horror involuntario –movió el bigote de uno a otro lado de la cara–. A mí juicio, está maldita.
–¿Maldita?
–Sí –afirmó con rotundidad–. Le explico: pudo ser por los años treinta. En aquella época la habitaba una familia. Según me contó mi madre, eran gente pacífica y se dejaban querer en el barrio, pero no eran afines al bando republicano. Por eso, cuando comenzó la guerra, unas milicias los liquidó en el propio domicilio. No se me olvida un detalle: ocurrió a las once y media de la noche.
–Siga –había captado la curiosidad de Gabriel.
–Los propietarios que los sucedieron fuimos nosotros. Es decir, mis padres, yo y mis hermanos. Por eso puedo confesarle que en varias ocasiones he sentido la presencia de los fallecidos. Es más, recuerdo el día que murió mi gato. Fue una experiencia traumática, pues a la noche siguiente apareció el cadáver del animal a los pies de mi cama. Noté su peso y encendí la luz. ¿Sabe qué hora era?
–Las once y media –respondió el detective flemático.
–Ha acertado –detuvo el vehículo en un semáforo–. Por eso pienso que los espíritus de aquella gente buena tienen sed de venganza. Por eso, nos mudamos en cuanto a mi padre le resultó posible.
El taxista resopló, como si le pesara haber mostrado aquella historia.
–Entiendo el esfuerzo que acaba de hacer, amigo. No ha tenido que ser agradable de contar. A propósito –clavó los ojos en el volante–, ¿qué le ha pasado en los nudillos?
El estado de las manos del conductor era deplorable, como si con saña hubiese arremetido contra un muro. Tenía los nudillos pelados, repletos de golpes.
Iba a explicárselo, pero acababan de llegar a su destino.
–Ya se lo contaré otro día.
El taxista sacó de la guantera una caja en la que llevaba monedas para dar las vueltas.
En cuanto salió del coche, Gabriel Luchevite se percató de que entre la calderilla recibida se hallaba un pedacito de tela rojo. Lo tomó con el propósito de devolvérselo al taxista, pero este ya se había marchado.
«¡Qué prisas!», pensó.
Fue a acercarse al número quince cuando un agente de policía le dio el alto.
–Disculpe, señor. No se puede acceder a la zona del crimen sin una autorización –. De pronto, cambió el gesto adusto por otro de sorpresa–. ¡Pero sí es don Gabriel Luchevite! Qué alegría me da el verle.
–Agente Marcos –le tendió la mano–. Dígame, ¿de qué crimen se trata?
El policía dudó, antes de comentar:
–Será mejor que lo descubra usted mismo.
Lo acompañó hasta el interior de la vivienda. Llegaron a una habitación pequeña y bien amueblada. En el suelo estaba el cadáver de una mujer, con el vestido rasgado y las marcas propias de haber recibido una paliza.
–¿Sabe a qué hora el doctor ha determinado su muerte?
–A las once y media de la noche de ayer, señor Luchevite.
El detective se frotó enérgico el mentón mientras examinaba el ropaje de la víctima, que era rojo. El agente, a su vez, apreció que don Gabriel iba alcanzando una actitud de euforia.
–¿Sospecha de quién fue el criminal, detective?
–No lo sospecho; lo afirmó. El propio asesino se ha puesto la soga al cuello, al entregarme, por error, este trozo de tela –le mostró el remiendo–. Él mismo me trajo hasta la boca del lobo.
En ese momento, el taxista pisaba el acelerador por una de las radiales de la ciudad. Sabía que lo habían descubierto.