XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

Casualidades

Antonio Insua, 15 años

                  Colegio El Prado (Madrid)  

Ana se despertó con la intranquilidad de saber que aquel día se iba a unir a la orquesta un nuevo violonchelista. No es que la desasosegara dejar de tocar en los conciertos —tenía su puesto asegurado—, sino que ese artista le quitara la corona que la proclamaba como la mejor violonchelista de la orquesta de la Comunidad de Madrid.

Antes de salir de casa se fijó en una foto enmarcada: en ella aparecía junto a sus padres y sus hermanos, en Buenos Aires. Entonces sintió nostalgia de aquellos tiempos en los que vivían todos juntos.

Bajó al portal. Saludó a un vecino. Se abrochó el abrigo. Comprobó que tenía dinero suficiente para comprar su desayuno (unos churros acompañados de un chocolate caliente). Se puso sus auriculares, donde sonaba una pieza que se tenía que aprender, y se dispuso a salir a la calle.

Era una fría mañana de finales de enero. Tan solo unos tímidos rayos de sol se atrevían a dar el relevo a la luz de las farolas. El viento rugía y azotaba las calles madrileñas.

Santiago, el vecino de Ana, echó a correr. Iba con retraso hacia su trabajo. Normalmente tomaba el autobús, como ella, pero esta vez cogió un taxi. Una vez dentro su móvil empezó a sonar. Le llamaba el abogado que había contratado para gestionar el juicio sobre su divorcio.

La soledad en la que vivía, producida por su separación matrimonial, le entristecía. Antes era un tipo amable y divertido. En cambio, ahora se había convertido en un gruñón solitario. Los principales afectados de este cambio fueron, aparte de Santiago, sus empleados, que experimentaban aquella transformación que le convertía en un jefe insoportable.

—Ya hemos llegado, caballero —le dijo el conductor mientras señalaba el taxímetro—. Nueve con ochenta.

—Quédese con el cambio —Santiago le dio un billete de diez euros.

Miró su reloj con sorpresa: eran las ocho en punto. Normalmente llegaba a las ocho y cuarto. Llevaba tanto tiempo sin utilizar un taxi que había olvidado lo rápido que van en comparación con los autobuses públicos.

El cielo se había encapotado. Había subido un poco la temperatura, aunque el viento seguía fustigando los abrigos de los caminantes.

Silvia, una de las señoras que se encargaban de la limpieza de la oficina, abandonaba el edificio. Vio a Santiago salir del taxi. Cruzó la calle en una carrera para tomar el autobús, sin que Santiago la viese.

Silvia se sentó y apoyó la espalda en el respaldo. Le dolía, pero estaba acostumbrada a ese dolor. Sus problemas lumbares se debían a su profesión: limpiaba oficinas y pisos de lujo. Con sus ingresos soportaba a duras penas los gastos de su familia: dos hijos —de ocho y catorce años— y su madre.

Iba a apearse para hacer un transbordo cuando descubrió a un joven que venía corriendo, tratando de alcanzar la parada.

—Espere un momento —habló con el conductor desde la escalerilla.

Pablo, una vez en el interior del autobús, quiso dar las gracias a la mujer, pero ella ya se había ido. Estaba muy contento, pues acababa de contratarle una importante firma de abogados. Aquel era su primer día de trabajo. Una vez tomó sitio, retiró con su guante el vaho del cristal para ver con claridad el corazón de Madrid. Hasta que llegó a la capital, creía que Valladolid, de donde procedía, tenía grandes edificios; sin embargo, la avenida por la que circulaba superaba en altura a la ciudad castellana. Se bajó en Callao y se dirigió a la oficina.

Se chocó accidentalmente con una joven, Ana, y sin querer le tiró unos churros al suelo. Pablo se disculpó y la invitó a tomar un café, o lo que ella quisiese. Ana aceptó. Sabía que iba a llegar tarde al auditorio, pero no le importó, porque se sentía presa de un hechizo.

Minutos después, la rutina les obligó a volver al laberinto de casualidades, aunque ahora guiados por la esperanza de volverse a ver.