XX Edición
Curso 2023 - 2024
Chocolate para
la depresión
Daniel Calero, 17 años
Colegio Iale (Valencia)
Estoy en mi habitación con la puerta cerrada, aislado de los problemas, es decir, de las infranqueables preguntas de mi madre sobre el colegio y del ruido silencioso del no saber qué hacer y de sentirme solo. La persiana está a medio cerrar y deja pasar la luz justa para generar un ambiente tenue, en el cual se ahogan mis pensamientos.
Han pasado dos horas desde el último mensaje que les envié y, a pesar de haberlo leído (me lo dice el tick azul) siguen sin responderme. ¿Les habrá parecido una mala idea? ¿He dicho algo que no tenía que decir? ¿Y si no quieren quedar conmigo? ¿Es que les caigo mal y no quieren decírmelo?... ¡Qué agobio! Siento punzadas en el estómago. Quizá algo dulce lo calme: estoy seguro de que queda alguna tableta de chocolate en la despensa. Unas onzas mejorarían mi ansiedad.
Han pasado quince minutos. Esta tarde se está haciendo eterna. Menos mal que tengo Instagram y puedo revisar lo que publiqué el otro día. Abro la aplicación con la esperanza de encontrar un rayo de luz que ilumine esta oscura jornada, incluso fantaseo con la posibilidad de que me haya llovido del cielo un montón de nuevos seguidores en mi cuenta. Pero abro la publicación y compruebo que no tengo un solo like. Sin creérmelo, dejo el móvil en la mesa de estudio y me pregunto por qué. ¿Acaso no gusto a la gente? Nadie se preocupa por mí, a nadie le importo… Vuelve a invadirme una sensación de agobio. El chocolate es la única manera de superar estos problemas. El chocolate es mi salvador. El chocolate es medicina para mi depresión.
Ya pasó la tarde. Me siento invisible, como si no le importase a nadie. Sin embargo, de pronto se ilumina la pantalla de mi teléfono móvil al recibir una notificación. Lo cojo a toda prisa para saber qué me ha llegado. Entonces leo que quieren que vayamos juntos al cine.
¡Vaya rato tan divertido he pasado con mis amigos! Regreso a casa con la sensación de que el tiempo ha pasado volando. Mientras escucho el sonido de mis pasos sobre la acera, la cabeza se me llena de sensaciones gratificantes. Qué simpático es Lucas; siempre tiene un chiste o un juego de palabras esperando en su boca. Qué gran tipo es Raúl, dispuesto a ayudarme en lo que sea. Me encanta la sonrisa de Teresa: podría estar mirándola la vida entera… ¡Qué buenos amigos tengo!
Antes de entrar en casa me detengo al reparar en que estoy sonriendo. Me siento vivo y radiante. Acabo de comprender que la vida no reside en mi habitación, ni en las redes sociales sino en mi casa junto a mis padres, y afuera, con mis amigos, es decir, con las personas a las que quiero y me quieren, a las que puedo decir las cosas sin necesidad de actuar, cara a cara, sin pantallas de por medio.
Ya no me apetece comer chocolate para la depresión. Solo cogeré un poquito, porque el dulce me encanta.