IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Ciclistas

Beatriz Fdez Moya, 15 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

El turno de Alberto terminó a las ocho de la tarde. Era verano y se dedicaba a servir cafés en un pequeño bar. La paga no era grande, pero le bastaba. Tan solo le faltaban dos semanas para reunir la cantidad que deseaba. “Dos semanas”, pensó, y la mera idea hizo que una sonrisa se dibujara en su cara.

De camino a casa se detuvo en la tienda de deportes. Eligió un casco pequeñito de un brillante color rojo, “el preferido de Quique”, y pidió que se lo envolvieran. Ya en casa, saludó a su madre y se dirigió al cuarto de su hermano pequeño. “¡Feliz cumpleaños!”, le gritó desde la puerta. Éste le dedicó la mejor de las sonrisas desde su silla de ruedas. En unos segundos todo el envoltorio del paquete quedó en el suelo y se elevaron gritos de alegría. Entre risas, el pequeño preguntó:

-¿Y la bici?

-Primero te deberías acostumbrar a llevar casco, no vaya a ser que luego te moleste -le contestó Alberto en tono cariñoso.

La madre subió al cuarto del pequeño al escuchar tanto jaleo. Estaba dispuesta a participar de la alegría de sus hijos, pero al ver el pequeño presente su rostro se ensombreció y le dedicó una mirada herida a Alberto.

-¿Por qué nos haces esto? ¿No ves que le estás dando falsas esperanzas? Ya es bastante duro que tu hermano contemple como sus compañeros montan en bici, algo que él nunca podrá hacer, para que encima tú le regales un casco.

-Siento si te he ofendido, mamá, pero te prometo que Quique usará ese casco.

No escuchó las últimas palabras de Alberto. Arrebató el casco de las manos de Quique, que no abrió la boca, y lo arrojó a la basura. La cena transcurrió en silencio. Todos estaban irritados. Alberto se escabulló nada más quitar la mesa y se dirigió a su habitación. Un casco nuevo le costaría otra semana de trabajo, pero por Quique estaba dispuesto a sacrificarse. Todavía se acordaba el día en que había anunciado que quería ser ciclista, durante un almuerzo familiar al que asistían sus tíos y primos. Le habían mirado atónitos y con el mismo pensamiento: “pobrecito, nunca podrá lograrlo”. Sus padres le habían intentado convencer para que se olvidara. Tan solo su hermano le había apoyado en su sueño y se esforzaba por hacerlo realidad. Alberto se quedó dormido.

Aquellas tres semanas se le hicieron eternas. Tras comprar la bici tuvo que hacerle algunos arreglos para adaptarla al pequeño. Por fin llegó el día, que amaneció soleado. Alberto despertó a Quique, lo cogió en brazos y lo llevó hasta el sótano. “Cierra los ojos”, le susurró al oído. Pasados unos segundos le indicó que los abriera. Ambos contemplaron aquel fruto de meses de trabajo: era una bicicleta doble. Sobre el segundo sillín descansaba un casco pequeñito de color rojo brillante, idéntico al que su madre había tirado a la basura. La felicidad de Quique pagó con creces el esfuerzo de Alberto.

La alegría del pequeño atrajo a sus padres, que al fin sonrieron orgullos de su hijo mayor y de Quique, que no había abandonado aquel sueño imposible.