IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Concierto en sol menor,
de Vivaldi

Laura Boscá, 16 años

                  Colegio Vilavella (Valencia)  

Me extrañó no oír sus gritos de recibimiento al cerrar la puerta. Hacía ya tres años que mi llegada a casa suponía para Teresa una alegría que celebraba con voces que, con frecuencia, crispaban los nervios de la abuela. Fui al cuarto de estar y le pregunté a la abuela si sabía dónde se encontraba.

-No puede estar muy lejos; no la he oído en toda la tarde.

Comprenderéis mi susto, ya que mi hermana es un nervio metido en el cuerpo de una pequeña de siete años. La busqué por toda la casa: en el cuarto de jugar, en el aseo, en la cocina… Desesperada, entré como una tromba en mi cuarto. Allí la encontré. Tenía mi violín en las manos. Se acercó, me lo tendió y me pidió que tocara aquella pieza que tanto le gustaba, el concierto de sol menor, de Vivaldi.

Me invadió la rabia, le arranqué el violín sin ningún cuidado y lo enfundé casi a golpes antes de echarla de mi cuarto y cerrar la puerta. Necesitaba evadirme, olvidarme, irme de ese cuarto, de esa casa…

Me encontraba en la calle, sentada en un banco. Los recuerdos invadían mi cabeza, mi mente entera. No solo imágenes, también melodías: alegres y tristes, rápidas y lentas, pero todas con ella, siempre con ella. El instrumento era mío. Teresa no tenía por qué haberlo sacado.

¿Cómo estaba? Enfadada, triste, confundida, agobiada…La psicóloga dijo que ya lo había superado. Será porque nunca le hablé del violín…

Sin darme cuenta ya había llegado a casa, a mi cuarto y el violín volvía a estar en la cama, fuera de la funda. Pero Teresa ya no estaba allí. No sabría decir cuánto tiempo estuve quieta, mirándolo, como si fuera la primera vez. Esas cuatro cuerdas desnudas de resina, pidiéndome a gritos que las afinara y les diera brillo. Cogí en arco, lo tensé y le puse resina.

No me acordaba dónde había dejado la almohadilla. La busqué en los cajones y en las estanterías, sin suerte. Entonces me puse a llorar como llora un niño cuando no encuentra su chupete. Cuando por fin la encontré, la encajé con cuidado en la caja y me coloqué el violín en el hombro. ¡Qué bien olía! ¡Cuánto agradecí ese aroma!

El arco flotaba por las cuerdas ya nevadas por la resina. Me acordaba de las notas, de todas y cada una de ellas. Ni un desliz, ni un chirrido. La música fluía suave y armoniosa.

Al empezar el tercer y último movimiento, un allegro que nunca había conseguido dominar, empecé a ponerme nerviosa. Mi cerebro funcionaba más rápido que mis manos. Veía todas las notas en mi cabeza, tan juntas que era casi imposible distinguirlas. Pero seguían sucediéndose sin detenerme. ¡Lo había con seguido! Mi último trino vibró como la triunfal trompeta de final de batalla, mi batalla. Pero no veía, no oía, ni reía, ni lloraba… Sentí que ella estaba junto a mí.

Una vocecita desde la puerta se atrevió a susurrar:

-Mamá se habría sentido orgullosa de ti.