XIII Edición
Curso 2016 - 2017
Contra viento y marea
Antonio Muñoz, 15 años
Colegio Mulhacén (Granada)
Aunque no tenían la edad que les permitía beber en los garitos de la ciudad, había un pub que hacía la vista gorda con ellos. Por eso los viernes por la noche la pandilla se reunía allí para tomarse unos chupitos. Después de beber tenían que pasear por el parque, para que sus padres no notaran que habían tomado alcohol. A veces se encontraban con algunos vagabundos dormidos entre los arbustos. A Pablo le llamaba la atención cómo se protegían del frío ayudándose con cartones. De hecho, inconscientemente se acordaba de ellos cuando al fin se metía en la cama. Le hubiese gustado interesarse por aquellos pobres, pero le pesaba la obligación de demostrar a los demás que era un chico duro y despreocupado. Además, si quería ser eficaz —se lo había escuchado muchas veces a su padre—, tenía que empezar tratando de cambiar las actitudes erróneas de la gente que le rodeaba en su día a día. Pero, ¿cómo iba el chaval más marchoso de su instituto a preocuparse por los demás? Acabaría con su reputación de «chico malo». Sintió que tenía que hablarlo con alguien.
Por la tarde del lunes, después del colegio, llamó por teléfono a Pedro, su mejor amigo. Por fin pudo compartir aquello que le preocupaba. Pedro se extrañó, pues no se esperaba que a Pablo le preocuparan los más desfavorecidos. Entonces le propuso que se inscribiera en una asociación del barrio.
—Yo voy cuatro tardes a la semana. Te gustará.
El viernes volvieron al pub para celebrar el final de los exámenes, pero Pablo era consciente de que a él no le habían salido bien. Fue una noche como cualquier otra a ojos de los otros miembros de la pandilla, pero no para él, pues le pesaba la conciencia.
Pedro le animó a que le acompañara al local donde ayudaba a vagabundos y drogadictos. Aquello fue la gota que colmó el vaso; algo le decía que había encontrado su lugar.
Pronto dejó de ser un chico popular, un chico malo. Ya no salía hasta altas horas de la noche. Pero todavía le faltaba una cosa: deseaba formalizar la ayuda que prestaba a aquella gente que formaba parte de la ONG. De hecho, se encontraba muy a gusto allí con ellos, por lo que preguntó a sus padres si podía hacerse socio, a lo que ellos se negaron.
—Si solo tienes quince años. ¿Cómo pretendes ayudar a estas personas? Ya tendrás tiempo más adelante; por ahora, disfruta de la vida y déjate de tonterías.
Pero Pablo, en la rebeldía de su juventud, supo cómo seguir colaborando sin que en su familia se dieran cuenta.