VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Corazón de roble

Mª de los Reyes del Junco Pérez, 17 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

-A Manolo lo han matado en Lavapiés. Luego vendrán a por vosotros. Salid por piernas antes de que sea tarde.

Las palabras del joven sonaron escuetas. Y así se fue, corriendo, como un criminal, como un repartidor de desgracias, como la misma Muerte con su guadaña y su capa.

La guerra no es fácil, y mucho menos cuando los bandos tienen la misma sangre. Diferentes ideologías inundaban zonas comunes y era lógico que surgieran conflictos. Así fue que terminaron matando a Manolito... ¡Ah, Manolito! Que por su debilidad de carácter o su falta de criterio lo arrastraron a creer y defender panfletos poco recomendables. ¡Pobre Manolito! El de los hombros caídos y los ojos trémulos, Manolo...

Las palabras del joven parecieron aterrizar sobre los paños de croché de los sillones. Allí se quedaron, esperando. Robledo nunca volvió a mirar esos paños del mismo modo. Muchos hijos morían, muchas madres viudas sin recursos se quedaban solas, sin fuerza siquiera para masticar gorgojos.

Pero por algo se llamaba Robledo.

La pequeña Elsa se tapó la cara con las manos y lloró como nunca antes (y eso que, en los últimos tiempos, lo hacía a menudo). Soledad, la mayor, rompió en quedos sollozos, plantó las rodillas en el suelo y se abrazó a las piernas de Robledo, cuya expresión era insondable.

-El maldito bastardo de vuestro hermano, además de morirse, nos ha metido en un problema.-Su voz era serena y clara.- Meted tres mudas de ropa en las carteras del colegio y algún recuerdo que no ocupe. No creo que volvamos a este lugar. Si lo hacemos, nada estará igual. Tenéis cinco minutos. Si se pasan los cinco minutos y seguís ahí, llorando, os parto los dientes.

Consultó su reloj de muñeca en un gesto frío y desapasionado. Las niñas se clavaban las uñas en los brazos para no llorar. Había logrado un silencio sepulcral.

Soledad y Elsita se levantaron. Sumisas, se dirigieron al dormitorio y empezaron la tarea que su madre les había asignado. Mientras tanto, Robledo fue a la cocina, se subió a un taburete y alcanzó un tarro con algunas lentejas podridas. Lo lanzó al suelo y las legumbres se dispararon hacia todos los rincones de la cocina.

-¡Tranquilas, niñas, soy yo!

Hizo lo mismo con el de los garbanzos.

-¿Dónde estará el maldito dinero?...- masculló entre dientes, casi rabiosa.

Tiró el tarro de alubias y entre la arcilla rota y las semillas vislumbró un precioso fajo de billetes.

Se dirigió a la salita. Allí estaban sus dos hijas, con las carteras del colegio y un cesto de mimbre con ropa para ella, algo de pan duro y patatas viejas. Añadió al cesto los paños de croché, para no olvidar nunca el hogar ni la muerte de su hijo.

Horas más tarde se encontraban en un apestoso camión de chatarra cuyo conductor les había cobrado una fortuna por conducirlas a Cádiz, donde Robledo aún tenía familia. Podía oler la noche a través de los resquicios de la vagoneta. Allí, entre la oscuridad, se sintió más pequeña que nunca. Pensó en su pobre Manolito, el hombre de la familia desde que muiró Manolo padre, su marido. Pensó en sus hombros caídos y sus ojos trémulos, olvidados en cualquier depósito: otro cadáver sin identificación.

Entonces dejó de ser Robledo y se permitió unas horas de llanto y dolor.