XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

Córcega y Jonás

Antonio Insua, 15 años

                  Colegio El Prado (Madrid)  

Abandonó el pueblo por el río, en un viejo bote y ayudándose con un remo. Había comenzado el otoño y en los árboles que tapizaban las riberas ya no estaban muchas de las aves que alegraron el verano.

Quien huía fue mayordomo en la mansión del duque Ovando. Su amo tenía un perro de aguas caprichoso llamado Jonás, que se peleaba con todos los perros del pueblo, incluso con los que le ganaban en fuerza y tamaño. En el palacio recibía a los invitados mordisqueándoles los zapatos. Además, tenía asustados a los caballos del duque, a los que zarandeaba como perro pastor a las ovejas. Cuando lo sentían merodear por las caballerizas, piafaban nerviosos y hasta coceaban las puertas.

Mientras el perro comía filetes de novillo y truchas, los sirvientes debían conformarse con pan y agua. Pero un día el mayordomo intercambió los platos. El duque Ovando se dio cuenta del engaño y le despidió, de tan malos modos que juró, delante de todo el personal, que le mataría si volvía a poner un pie en el pueblo. El panadero, con quien había entablado una buena amistad, le prestó su bote, con el que se dejó llevar por la corriente.

El sol empezaba a sumergirse detrás de las cumbres nevadas cuando el mayordomo divisó un tejado flanqueado por dos torres. Pensó que aquel edificio era comparable a los castillos de los que trovaban los juglares. Amarró la barca a los pies de un olmo y subió por un camino de cantos rodados hasta el pie de la fortaleza.

—Soy un viajero que vengo de paso —se presentó al demandadero que le abrió la puerta—. Llevo varios días a la deriva por el río, sin apenas comida. Agradecería que me hospedarais en vuestro hogar.

—Espere un momento —le hizo pasar al patio de armas—. Ahora llamo a mi señora.

La propietaria del lugar le atendió en el vestíbulo. Después de haber escuchado su historia, exceptuando el incidente con el duque Ovando, le dijo:

—Me gustaría hospedarle, pero carezco de los recursos necesarios para atenderle como merece.

Se despidió y desapareció escaleras arriba.

Ya era de noche y el frío entumecía su cuerpo. El mayordomo se dirigió a los establos, donde comprobó que no había nadie, tan solo cuatro caballos y una mula. Se alojó en la cuadra de la mula y al poco se quedó dormido sobre un montón de heno.

Se despertó con un tazón de leche y un trozo de pan untado con membrillo frente a la puerta. Degustó ese inesperado desayuno con recelo. De pronto el mozo de cuadras entró con los caballos. Los dejó a cada cual en su establo y fue a ver a la mula.

—¿Qué tal has dormido, Córcega?

Al ir a acariciarla, vio el tazón vacío y preguntó al refugiado:

—¿Ha sido de tu agrado?

—Ni se lo imagina. Llevaba días sin tomar algo caliente. Anoche estaba desesperado y por eso me refugié aquí. Ahora mismo partiré.

El mozo le dijo con simpatía:

—No te preocupes. Carlos, el mayordomo que te atendió ayer, me ha contado tu situación. No le diremos a la señora que estás aquí.

Los siguientes días los pasó deambulando por el bosque junto a Córcega, comiendo las sobras de las cocinas del palacio y durmiendo en la cuadra.

Coincidió que una de aquellas noches se celebraba una fiesta en el castillo. La señora, llamada Isabel Domínguez, buscaba un pretendiente. Viuda desde hacía seis años, había invitado a los terratenientes solteros de las regiones limítrofes. Pero los siervos del castillo y el mayordomo trazaron un plan: él sería el elegido por Isabel. A cambio de la ayuda de aquellos zascandiles, se convertiría en señor de aquella hacienda.

Los cocineros le abrieron una puerta trasera del palacio. El mayordomo del castillo, Carlos, le entregó las prendas del difunto marido. Afeitado, con una peluca sobre la sesera, la gola, el pantalón, las botas, la chaquetilla de encaje... parecía un noble de alta alcurnia.

Los invitados entraron en el vestíbulo. Entre los pretendientes se encontraba el duque Ovando, que no reconoció a su antiguo siervo.

Tras unos minutos de tertulia, los pretendientes salieron del palacio para enfrentarse en una prueba: se lanzarían en una carrera desde la falda de la montaña hasta el castillo, donde, tras una cinta roja, se encontraba la señora Domínguez. Todos llevaban caballos de sangre pura, en especial el duque Ovando, propietario de un corcel alazán. Nuestro protagonista, en cambio, se sentó en los lomos de Córcega.

Carlos, el mayordomo del castillo, dio la salida. Los caballos serpenteaban la ladera, fieles al caminito de piedra. Sin embargo, Córcega y su jinete aprovechaban atajos, planeados por su jinete unos días antes.

El mayordomo y su mula iban los primeros, seguidos por el duque Ovando y, bastante atrás, el resto de pretendientes. Solo quedaba una recta, pero Córcega y su jinete no tenían más atajos y la velocidad de la mula sucumbía ante el purasangre del duque Ovando. La meta estaba a tan solo unos metros. Parecía que el mayordomo iba a ser el vencedor cuando el duque dijo:

—¡Isabel es solo mía! —. Desenfundó una espada y se dispuso a utilizarla contra Córcega.

—¡Cuidado, caballos, que viene Jonás! —gritó el antiguo mayordomo del duque.

El caballo del duque entendió el mensaje. Se lo decían los empleados del duque para avisar a los animales cuando el perro bajaba a las cuadras. Aquel can lanudo les mordía las corvas, y aunque los mozos se enfadaban, no podían hacerle nada porque era el perro mimado del duque. El purasangre, asustado, dio un brinco que hizo caer al duque Ovando de su silla.

El mayordomo a lomos de Córcega cruzó la cinta roja, tras la cual se encontraba Isabel, su futura esposa.