VII Edición
Curso 2010 - 2011
Corre
Marta Teixidor, 15 años
Colegio La Vall (Barcelona)
No había hecho más que correr durante toda la tarde. Entre un entrenamiento de fútbol y un partido de baloncesto, Juan no se sostenía en pie. Las piernas le temblaban, el sudor le resbalaba por la cara y sus mejillas se tornaban rojas a cada salto que daba.
Por fin sonó el silbato. El entrenador del equipo masculino de baloncesto, dio por acabada la sesión.
Juan subió a los vestuarios y se duchó. Estuvo más rato de lo que indicaba la normativa, disfrutando de un momento de paz.
Enseguida salio del gimnasio y se marchó a su casa. Para llegar a tiempo y poder evitar la bronca de su madre, tomó un atajo que cruzaba un largo parque.
Encendió su IPOD y abrió el móvil. Paseaba tranquilamente cuando, en la mitad del parque, notó que alguien le seguía. Se volvió pero no vio a nadie, aunque notaba una extraña presencia. Apagó la música y trató de convencerse de que era un gallina y de que, en realidad, no ocurría nada fuera de lo normal. Fue entonces cuando lo vio.
Era un hombre con una gruesa sudadera y llevaba las manos en los bolsillos de unos tejanos desgastados. Juan se percató de que los pies se le habían pegado al suelo mientras el extraño avanzaba hacía el. Volvieron a rodarle cara abajo gotas de sudor, la camiseta se le pegó al cuerpo y no pudo apartar la mirada de aquel tipo. Entonces decidió echarse a correr, aunque fueron sus pies los que se le impusieron al miedo.
Acabó de cruzar el parque. Ahora venía el tramo más fácil: solo tenía que bajar una calle y se acabaría su pesadilla. Pero le pesaba el partido.
Tenía a aquel hombre cada vez más cerca. Los pulmones le estallaban en llamas y se le entrecortaba la respiración. Estaba deshidratado; podía desplomarse en cualquier momento.
Llegó al comienzo de su calle. Había recorrido casi la mitad cuando se dio la vuelta: ya no le seguía.
Aquello no tenía sentido. Se escuchaban sirenas de la policía.
Juan vio a un policía. Se acercó a él para preguntarle qué sucedía.
-Acaban de atropellar a un hombre que bajaba apresuradamente y sin mirar por donde cruzaba.
Juan entendió de golpe y decidió acercarse a la ambulancia por cuestión de orgullo, porque él había vencido a su perseguidor. O eso creía.
El pulso se le paró y sólo oyó sus propios latidos cuando se percató que en el lugar del supuesto accidente, donde estaría el cadáver, solo había una sudadera. Pero no una cualquiera, una gruesa y muy ancha. Una sudadera que le había hecho correr hasta casi ahogarse.
Decidió que lo mejor era continuar corriendo.