XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

Crónica de un asesinato 

Óscar Sakaguchi, 17 años

Preparatoria de la Universidad Panamericana

(Ciudad de México, México)

El martes, cuando faltaba menos de una semana para las elecciones, Ignacio Fuentes salió más temprano de lo acostumbrado rumbo a las oficinas de Zarco, el periódico del que era director. Según Sara Ortega, su esposa, Nacho había pasado la noche desvelado. 

«Llegó muy de madrugada. No había descansado bien desde el viernes, y no durmió. Estaba muy raro. Caminaba por la casa, se quedaba mucho tiempo en la sala, pensativo, y cuando yo le preguntaba qué tenía, me evadía. Lo peor fue cuando entró al cuarto de los niños y salió de allí, unos minutos después, con lágrimas. Pensé que era por lo de Julián… Si me hubiera dicho cuál era el motivo de su comportamiento, ¡ni loca lo dejo volver al diario!».

Julián Linares, periodista de Zarco y amigo de Ignacio, había caído asesinado el viernes anterior. El hecho no fue inesperado, pues llevaba un mes investigando la administración corrupta de Fernando Cabrera como gobernador del Estado de México, en la que había descubierto sus lazos con el narcotráfico. Cabrera era, según las encuestas, el candidato presidencial favorito de los votantes. 

En cuanto insinuó sus pesquisas en las páginas del periódico, Linares empezó a recibir amenazas para que detuviera la investigación. No lo hizo, y el mismo día que terminó de escribir su reportaje, un hombre le disparó afuera de su casa desde una motocicleta. 

Nacho Fuentes no se rindió; recuperó el trabajo de Julián y el lunes discutió con la directora de Redacción, Marcela Ortiz, para que agregara el reportaje a la edición del martes. Por miedo y para evitar más desgracias, Marcela se negó; la edición iba a aparecer sin el reportaje. No obstante, el director decidió no ceder, esperó a que todos los miembros de redacción se marcharan y volvió a editar el número del día siguiente, agregando la investigación de Julián.

El martes por la mañana, mientras circulaba en su coche y miles de ejemplares de Zarco ya se habían repartido por toda la ciudad, Marcela Ortiz se enteró de lo que Ignacio había hecho. La mujer, que tenía un temperamento infernal, en cuanto llegó a las oficinas, poco después de las ocho de la mañana, se quedó desconcertada, pues a la entrada del edificio no solo estaban los periodistas del diario fumando, como de costumbre, sino también un buen número de compañeros de otros tabloides que deseaban entrevistar a Ignacio. La maraña de gritos era enloquecedora, al contrario que en el interior de las oficinas, donde todos trabajaban en un tenso silencio. Fuentes se había encerrado en su despacho, al que entró Marcela sin molestarse en pedir permiso.

–Estoy aterrada –le espetó–. ¿Cuántas muertes más deseas para entender que en este país no se dan las condiciones para el ejercicio de la libre expresión? 

<<Le grité, lo regañé, le reclamé –aseguró Marcela días después de que Nacho cayera tiroteado–, pero me dijo que no lo había hecho para que se despertara este país corrupto, sino por un amigo que creía en la verdad>>.

El director le mostró a Marcela que también había puesto su firma en el reportaje, para que, si alguien quería encontrar responsables solo lo buscaran a él.

Cuando la directora de Redacción dejó la oficina, Sara Ortega recibió una llamada de su esposo: 

«Yo sabía lo que había hecho, pero no nos peleamos; lo hecho, hecho estaba. Me pidió, en un tono tranquilo, que no llevara a los niños a la escuela y que me fuera del país con ellos de inmediato. Me prometió que se uniría a nosotros después de las elecciones y… y me dijo que me amaba». 

Fuentes apagó su celular en cuanto supo que su familia volaba rumbo a Chicago, y le pidió a su secretaria que no le pasara llamadas. Ni siquiera quiso atender al dueño del periódico.

Hacia las seis de la tarde se dirigió a la cocina de la redacción, tomó un paquete de galletas y se preparó un café. Desafiando al frío y a la lluvia, salió al patio y se sentó en una banca junto a las buganvilias de la pared. Estaba solo, empapándose por las gotas de una lluvia tenaz, comiendo galletas de coco. Gozaba de una serenidad asombrosa, si se tienen en cuenta que acababa de cavar su propia tumba. Apareció Marcela y juntos contemplaron las flores en silencio. Nacho tomó una buganvilia y dijo: 

–Dejemos al menos las flores; dejemos al menos los cantos.

Sabía que no podía esconderse para siempre. Se despidió de la directora de Redacción con un abrazo. Ella presintió que podía ser el último, y le vio abandonar el periódico. Faltaban veinte minutos para las siete y había dejado de llover.

Nacho tomó el camino que acostumbraba para llegar a su casa, en Mixcoac. Al parecer, cuando transitaba por la avenida Río Churubusco se percató del Volkswagen Jetta Clásico que lo perseguía (las cámaras del periódico revelarían que dicho automóvil lo había empezado a seguir desde que el director salió del Zarco). Varios testigos, que también circulaban por la avenida, cuentan que ambos automóviles aumentaron la velocidad poco antes de llegar a La Viga. Ignacio, en un acto desesperado, intentó cruzar el camellón que separa la vía rápida de la lateral, pero su Ford Fusion quedó atascado. Como el motor del vehículo se le apagó, Fuentes abrió la puerta y echó a correr hacia la calle Fiscales. El Volkswagen se detuvo un poco más adelante. Dos hombres con metralletas se bajaron de él y siguieron a Ignacio, a la vez que el coche continuaba su marcha por la avenida. Las salpicaduras de los charcos cuando los surcaban los carros, iluminadas suavemente por un sol agonizante, hizo que la presencia de los sicarios contrastara con la imagen del atardecer.

Nacho Fuentes era un hombre de cuarenta y cinco años con una condición poco favorable: tenía sobrepeso. Aun así, corrió tanto como le permitió su cuerpo. En el camino se desprendió de su saco y su corbata. Llevaba la camisa ahogada en sudor. A pesar del esfuerzo, no llegó muy lejos. Los sicarios lo alcanzaron a una cuadra de la avenida. De las cuarenta y siete detonaciones, dieciocho balazos impactaron en él y lo tumbaron en un zaguán. La policía llegó trece minutos después para hallar su cuerpo sin vida. Qué ironía: lo habían abatido enfrente de una fachada en la que se aireaba una lona mal colgada, propaganda de Fernando Cabrera, el actual presidente del país de la censura.