IV Edición
Curso 2007 - 2008
Cuando se pierde el sentido
Rebeca Molledo. 15 años
Colegio Alcazarén (Valladolid)
Eran las tres de la tarde; acababa de comer. Después del postre no tardó ni dos minutos en encerrarse en el cuarto de baño. Le dominaba una sensación incontrolable: en un abrir y cerrar de ojos se provocó el vomito.
Cuando pensó que su estómago estaba completamente vacío, miró desconcertada sus manos sucias de bilis y restos de comida y le rodeó una intensa sensación de culpabilidad, pero una vez mas siguió con su plan. Se lavó antes de someterse a la mayor tortura que una chica de su edad podía sufrir: subirse encima del pesó. Anotó lo que marcaba la máquina y se miró fijamente en el espejo. Tenía los ojos humedecidos y una triste mirada. No entendía por qué la gente dice que comer
es uno de los mayores placeres. Para ella, se trataba de una pesadilla. Resultaba muy duro vomitar y que los días pasaran sin probar bocado. Cada día estaba más obsesionada.
Pasó dos días sin comer. No se sentía capaz ni de andar. Se mareaba, perdía el equilibrio, dejó de sentir su cuerpo. Una profesora del colegio se percató de que algo grave le sucedía. Antes de que se cayera al suelo, la sujeto y la llevo a una sala de visitas. Hablaron: sus calificaciones escolares habían bajado al igual que su peso. La profesora estaba preocupada. Entonces la muchacha descubrió que había encontrado a alguien dispuesto a escucharla.
Le confesó lo que le estaba pasando, lo que le dolía la garganta, que a veces –incluso- devolvía sangre. Le contó que cuando se miraba al espejo descubría a una entupida obsesionada con adelgazar más y más. Y aquella maldita báscula no bajaba de cuarenta kilos. Hizo una pausa. Sentía un nudo en la garganta. Intentó no llorar, pero no lo logró.
Su profesora le explicó que necesitaba la ayuda de un médico.
-Adelgazar no es una enfermedad –le replicó.
La mujer se puso seria y siguió hablando, en tono delicado. Adelgazar no es una enfermedad en sí, salvo que se convierta en una obsesión. Sin que ella se diese cuenta, su mente se estaba alterando al mismo tiempo que su cuerpo.
Esa misma tarde se atrevió a confesárselo a sus padres. Después visitó al médico. Al cabo de unos meses, era una persona distinta. Ganó diez kilos y se sentía feliz. Nunca más permitiría que una obsesión le difuminara las cosas verdaderamente importantes de la vida.