XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

Cuestión de suerte 

Gonzalo Vidal, 15 años

Colegio Tabladilla (Sevilla)

Un humilde sastre de pueblo se convirtió en el hombre más afortunado del reino. Cuando alguien le proponía una apuesta y se colocaba una moneda entre el pulgar y el índice, para propulsarla con fuerza hacia arriba con el primer dedo, y la pieza daba vueltas en el aire antes de caer en su palma abierta, que se cerraba de inmediato, quedando invisible a los ojos de los espectadores el lado que miraba al cielo, el público se preguntaba: ¿Será cara? ¿Será cruz?... Aquello que parecía decisión de la suerte, el sastre siempre lo acertaba, para sorpresa de todos, sin importar cómo de cerrado estuviese el puño de su contrincante. 

La fama de su pericia se extendió por el reino. Cientos de personas viajaron desde la capital a su pueblo con el propósito de vencerle.

Cara. Cruz. Cara. Cara…

Probaron a vendarle los ojos, a lanzar dos monedas a la vez, a atarle las manos… Siempre acertaba.

Los matemáticos hicieron cálculos de probabilidades; los creyentes hablaban de poderes mágicos, de tratos con el diablo; los escépticos buscaron en vano una trampa, un truco. Nadie creía en la honestidad de aquel hombre, pues a todos les parecía que ocultaba algo que estaba más allá de las leyes terrenales.

El sastre se reía de los infelices a los que ganaba las apuestas. Sabía que lo suyo no era cuestión de suerte sino un don particular: el de saber leer de qué lado caía la moneda. Si le preguntaban cómo lo hacía, era incapaz de dar una explicación, ya que no entendía por qué motivo Dios le había premiado con aquella prebenda. Pero, por no entender, tampoco comprendía por qué el cielo es azul ni de dónde cuelgan las estrellas. Al fin y al cabo, él solo era un humilde sastre de pueblo, un hombre sin respuestas ni lógica. 

Con el tiempo nadie quiso jugarse nada con él a cara o cruz, por miedo a su don. Y debido a las calumnias de los que cayeron derrotados, al sastre le cubrió la reputación de tramposo. No conseguía vender sus telas y trajes porque lo consideraban un mentiroso. Poco a poco se fue empobreciendo, hasta quedarse sin nada.

Una mañana de invierno, los campesinos se encontraron su cadáver. Estaba calcinado, pues le había atravesado un rayo durante una noche tormentosa. El asunto provocó algunas risas en la taberna. “Pobre desgraciado”, lo llamaron.

Pero la noticia de su desafortunada muerte no llegó a los oídos del público, que durante años habló por todo el reino de la suerte prodigiosa del sastre. Aquel hombre se convirtió en una leyenda, de la que los niños festejaban sus poderes en las cantilenas de los juegos. No sabían que bajo la tierra, en un descampado, arruinado, humillado y abrasado, yacía el cadáver del hombre que fue el más afortunado del reino.