XIII Edición
Curso 2016 - 2017
De un amigo que se mudó
a la Luna
Amaya Senciales, 17 años
Colegio Sierra Blanca (Málaga)
Necesitamos amigos extravagantes, amigos fuera de lo común, personas que nos enseñen a mirar más allá de la rutina, de los estereotipos, que nos demuestren que las cosas se pueden hacer de muchas formas. Por desgracia, hace años que el mundo carece de ese tipo de gente. Pero no pienses que esta es una historia dramática. Al menos, no tan dramática. Es solo la historia de un amigo mío que se mudó a la luna. Y sí, pertenecía a esa anómala clase de personas.
Fue mi amigo desde que tengo memoria. Recuerdo que nunca repetía camisa y que gracias a los colores de sus zapatos —diferentes según su estado de ánimo— aprendí que existe un insospechado tono a medio camino entre el verde y el magenta.
Cuando era pequeña me visitaba todas las tardes, y mientras mi madre nos preparaba la merienda, salíamos a volar por la ciudad. Te preguntas, querido lector, si vengo del futuro o si dispongo de alguna tecnología fuera del alcance de la mayoría. ¡Claro que no! Quizás esto resuelva tu duda: mi amigo se llamaba Imaginación.
A medida que me hice mayor, nos fuimos distanciando. Corrijo. Empecé a evitarlo. Pero compréndeme: los colegios comenzaron a cambiar. Las clases de arte y todas aquellas lecciones que implicaban el uso de nuestra creatividad fueron eliminadas. Pero aquella transformación no se limitó a la educación. Y en ese confuso cambio sólo me quedaron claras dos cosas: que la infancia y sus juegos terminaban. Me enseñaron a obedecer y a no cuestionar y me enseñaron que todo estaba ya inventado. Lo que no me enseñaron fue a averiguar el lugar que ocupaba Imaginación en esa nueva realidad que me habían impuesto.
Me hice adulta demasiado pronto. Me convertí en una persona previsible y temerosa de que algo en aquel pacífico y profundo océano de rutina pudiera cambiar.
Lo que me lleva a hablarte de la última vez que vi a mi amigo. Cruzó aquella barrera de silencio que nos separaba y fue a mi casa. Aquel día llevaba zapatos de color marrón, lo que indicaba lo pesimista que se había vuelto en los últimos tiempos. Me contó que el mundo le aburría. Que yo le aburría. Que no podía seguir así.
Poco después vi en el telediario —ya casi nadie lee el periódico— que todos los países del mundo planeaban construir naves espaciales para todos los amigos Imaginación que tenían sus ciudadanos. Iban a darles a escoger su lugar de destino. Y como todas las malas ideas, esta se llevó a cabo con demasiada celeridad.
Mi amigo se marchó seis meses más tarde, en la primera partida, hacia la luna.
Pronto se hizo patente que aquella gente hacía más falta de lo que en un principio habíamos pensado. Nos cansamos de llevar un año tras otro los mismos conjuntos de ropa. Queríamos rediseñar nuestras casas. Hacer regalos que merecieran la pena… El problema es que a nadie se le ocurrían nuevas ideas.
Pero lo que hizo que advirtiéramos mejor la magnitud de nuestro error fue saber que los amigos que se habían marchado parecían irresistiblemente felices. Los días de feria veíamos los fuegos artificiales que tiraban en el lucero del alba. Y pintaron la luna de rojo el día de san Valentín... Seguro que eso se le ocurrió a Imaginación… a mi Imaginación.
Es verdad que este planeta se ha convertido en un lugar demasiado aburrido para vivir. Por eso mañana le voy a escribir un mensaje a mi amigo, diciéndole que yo también voy para allá. Llamaré al encargado de las naves espaciales y le diré que estoy dispuesta a darle todo mi dinero a cambio de un pasaje. Me preguntará que cómo se me ha ocurrido semejante idea, porque como ya te conté antes, los cerebros se han pintado de gris. Entonces le diré que mi mejor amigo hace un tiempo que se mudó a la luna.