XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

De vez en cuando la vida

Alfredo Camarena, 17 años

                 Colegio IALE (Valencia)  

«De vez en cuando la vida toma contigo café, y está tan bonita que da gusto verla»… Así reza una famosa canción de Joan Manuel Serrat. Me gusta escucharla, aunque lleve implícita una realidad algo dura, la que dice «de vez en cuando». Porque qué bonito sería que la vida nos invitara a tomar café a todas horas, cuando es indiscutible que no pocas veces —y muy a nuestro pesar— nos obliga a beber hiel. Por muy desagradable que nos resulte, no tenemos más remedio que cerrar los ojos y apretar, para tragar.

Hoy me he acordado con ternura de mi madre, que como todos fue invitada por la vida a momentos mágicos y dichosos, pero también —qué duda cabe— a otros muy difíciles y amargos. Mujer elegante, culta y acostumbrada a una vida acomodada, de la noche a la mañana se encontró sin los ingresos que procedían mes a mes de la fábrica familiar. La causa tuvo que ver con el hombre al que amaba, que de repente cayó postrado en una cama, con apenas fuerza para poder sonreírle, a causa de una trombosis cerebral. Aquel cruel proceso duró cinco años y medio. Ni que decir tiene que afrontar una enfermedad como aquella, que dejó al amor de su vida como un muñeco roto, fue muy duro. Pero si a aquello le sumamos la bancarrota, resulta demoledor.

Cualquier persona en su lugar se habría sentido acobardada, incapaz de afrontar esa suma de reveses. Mi madre sacó fuerzas de flaqueza, recompuso los pedazos de su frágil personalidad y reapareció, cual Afrodita, armada de valor, con los arrestos que escondía en sus adentros. Aún me conmuevo al recordar que convirtió el dormitorio matrimonial en una habitación de hospital.

Mi padre fue un hombre grande en todos los sentidos: grande de corazón, grande en generosidad y, por la parte que me ocupó, un hombre de grandes dimensiones, porque aunque no era grueso, su talla y su complexión se salían de la media. Cada tres horas, ocho veces al día, había que levantarlo a pulso de la cama, para hacerle cambios posturales y curarle, ya que tenía el cuerpo ulcerado. Mi madre no podía alzarlo, por lo que mi hermano Miguel Ángel y yo nos debíamos turnar para ayudarle en tan hercúlea tarea. Luego ella, con la maestría de la más cualificada de las enfermeras, procedía a la cura, con la delicadeza y la devoción con la que una esposa alivia a su marido herido.

Jamás he visto a un enfermo tan limpio, bien cuidado y feliz. Sí, aunque parezca raro, he escrito «feliz». Feliz gracias a que ella consiguió crear un ambiente armonioso, una atmósfera de ternura y cariño de la que respirábamos los cuatro miembros de la familia, en la que mi padre se sentía el ser más amado de la tierra. La actitud de ella, su constancia, nos trajo una gran recompensa moral y nos dejó una conciencia sin mácula.

Aquellas circunstancias hicieron que la unión de mis padres fuera total y absoluta, hasta el punto de ser —como dirían los románticos— un solo ser, una sola alma, que se tuvo que dividir cuando mi padre abandonó nuestro idílico cuarteto rumbo a ese cielo al que todos esperamos llegar algún día.

Mi madre llegó al ocaso de su vida en mis brazos, con una sonrisa arrebatadora, y sintiéndose plena, como un niño cuando llega del colegio con el expediente cuajado de matrículas de honor.

Unas palabras la definen: «Misión cumplida; has sido la mejor madre y la mejor esposa».

Ahora, cuando pienso en ella, me doy cuenta que la vida tomaba café conmigo más a menudo de lo que yo pensaba.