IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

De vuelta a casa

María Estráviz, 16 años

                 Colegio Montespiño (La Coruña)  

Anochecía y emprendí el camino de vuelta a casa. Me subí el cuello de la cazadora y encendí un cigarro intentando combatir la fría noche. Anduve sin prisa, dándole pataditas a una lata abandonada en la acera. Me encanta caminar de noche, recorrer las calles desiertas apenas iluminadas por la tenue luz de las farolas: lo único que delata mi presencia es el débil parpadeo del cigarrillo. Entonces reina el silencio.

Necesitaba pensar. Me acerqué a un parque y tras darle unas cuantas vueltas decidí sentarme en un banco. Nunca me han gustado los cobardes pero, en ese momento, yo mismo lo estaba siendo. Me odié por ello y odié al mundo por haberme hecho algo así. No lo merezco. Pero tarde o temprano tenía que afrontar la realidad, así que decidí hacerlo de una vez por todas. Un sudor frío recorrió mi espalda a la vez que se me encogía el estómago mientras las imágenes que había tratado de ocultar volvían a mi mente más reales y cercanas que nunca.

Siempre había querido ser como él y la verdad es que nos parecíamos bastante: el mismo color de pelo, los mismos ojos, la misma nariz… Sólo tenía cuatro años más que yo, aunque parecían muchos más. Cuando papá y mamá se divorciaron teníamos cuatro y ocho. Siempre he tenido mala memoria, pero sé que él se acordaba perfectamente aunque nunca hablaba de entonces. En realidad nadie lo hacía. Desde el divorcio vivíamos la mayor parte del tiempo con mamá, que siempre ha sido bastante original: nunca nos ha hecho mucho caso, como hace con todo. Le presta atención a las cosas hasta que le aburren y sus hijos dejamos de parecerle divertidos hace tiempo. Además, su amor es distinto al del resto de las madres que conozco y siempre nos ha dejado hacer lo que nos ha dado la gana. En cuanto a mi padre, no sé decir de él nada más que le sobra el dinero y cree que con él lo puede comprar todo, también el cariño de sus hijos.

Resumiendo; teníamos lo que cualquier chaval de mi edad desearía: dinero y libertad. Aún así mi hermano no era feliz y, creo, yo tampoco. Siempre tuve la sensación de estar en el lugar equivocado y mi hermano nunca aceptó el dinero de mi padre y discutía con mi madre para que me hiciese más caso. Creo que también por eso, a pesar de que todo se le daba bien no había nada que le interesase del todo. Lo único que le gustaba era el mar. Se pasaba horas contemplándolo. Y creo que esta era una de las pocas diferencias entre nosotros, pues yo siempre lo consideré bastante aburrido, exceptuando que en él podía hacer surf y ver niñas en bikini.

Desde pequeño imité su forma de vestir, de hablar, de reír, de fumar… Nunca he entendido por qué nos atrae lo que no podemos conseguir. Él era de tal manera que un montón de tíos querían ser sus amigos y gustaba a todas las chicas. Por parecerme a él declaré la guerra al mundo entero, creo que también para llamar la atención de mis padres. Nada me iba a afectar y todos me admirarían, así que empecé a ganarme una buena reputación. Conseguí que me expulsasen del instituto por peleas, faltar a clase, hacer pintadas, insultar a los profesores… Robaba, me emborrachaba, llegaba a casa cuando me daba la gana, quemaba contenedores y acabé varias veces en comisaría. Hice de todo y me divertí, pero no conseguí llenar el corazón. Mamá se reía de mí, papá dejó de darme dinero y mi hermano me miraba con una expresión que me desvelaba su pensamiento: “Pobre chaval”´.

Hasta que murió en un accidente de tráfico. Después de trece años intentándolo, la gente empezó a confundirme con él. Su muerte fue tan inesperada que me costó bastante creérmela. Tal vez porque no suelo pensar mucho las cosas, cuando son fuertes les cuesta llegar hasta mí y tardan un tiempo en alcanzarme para, después, hundirme por completo. Primero me quedé en blanco, incapaz de pensar nada, como si me hubiese congelado el cerebro. Después me pellizqué el brazo, convencido de que era una pesadilla, pero una punzada que me hizo volver a la realidad. Me sentí terriblemente solo hasta que algo se iluminó en mi interior, haciéndome entenderlo todo.

Mientras mi hermano había vivido el mundo desde fuera, yo no paraba de darme golpes contra él. Ahora teníamos la misma visión: como si estuviésemos en una burbuja que nos separase de los demás, porque no había nadie a quien me pudiese agarrar. También empezó a gustarme el mar porque siempre había estado allí y siempre estaría a mi lado. Además, el mar no tiene límites, como mi vida, pues nadie se ha tomado la molestia de imponérmelos. Tal vez porque voy en moto a todas partes y las carreteras están llenas de señales, me imagino los límites como cartelones de metal, algo que está colocado para nuestro bien, que nos previene o nos salva muchas veces aunque no nos guste reconocerlo y todavía menos, cumplirlo.

Quise huir y ocultarme la verdad a mí mismo. Me volví más callado, empecé a tropezarme con las cosas, dejé de comer… Y seguía intentando olvidar hasta que aquella noche, de vuelta a casa, me di cuenta de que mi vida sigue aunque él no vaya a volver. Enfrentarme a ello está siendo mucho más costoso de lo que me había imaginado.