IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Desastre inminente

Blanca Gimeno, 17 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Recibió con alivio el aire frío de la mañana; prefería aquel ventarrón cortante del norte a la pegajosa e irrespirable calima de las últimas jornadas, en las que el calor le hacía sentir que le sobraba aquella pesada capa de piel. Hacía tiempo que solo se sentía a gusto por las noches, cuando el sol ya se había ocultado, plegando las punzantes agujas de sus rayos.

Durante sus primeros meses había encontrado unos amigos con los que corretear sobre la nieve y el hielo. Les encantaba deslizarse pendiente abajo para terminar saltando sobre el mar oscuro. Pero ahora ya no le era posible. Todo era diferente: no podían jugar al escondite ni chapotear en el agua.

Había algo que le inquietaba, que no compartía. Su madre le observaba cuando rondaba solo de un lado al otro del témpano, preocupada por la soledad y el silencio de su hijo. En ocasiones iba a hacerle compañía. Deseaba que se sintiese mejor, pero no conseguía aliviar su angustia. Entonces él se marchaba solo de nuevo.

Si su madre conseguía cazar algunos peces, los devoraban con hambre desesperada. Al terminar, era frecuente que él se lanzara al agua buscando más, ya que su estómago continuaba casi vacío.

El agua había invadido el lugar donde se habían establecido durante los últimos días. Habían tenido que trasladarse a zonas más elevadas del casquete polar. Pisaban sobre un hielo blanco, deslumbrante bajo el sol de primavera, pero se aguantaban bien gracias a sus garras. Les rodeaba el inmenso y misterioso océano que se perdía en el horizonte.

En ocasiones se descubría asustado al pensar que su mundo se hundía lentamente. El calor fundía el iceberg. Hacía unas semanas que aquel bloque de hielo se había desprendido de la superficie helada y vagaban a la deriva, siguiendo el capricho de las corrientes del Atlántico.

Sólo podían esperar.