XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

Desde la barra

Marta Carranza, 16 años

Colegio Grazalema (El Puerto de Santamaría)

Hugo se había sentado en la barra de la cafetería. A través del escaparate veía como la lluvia caía, violenta, sobre la ciudad mientras se calentaba las manos con la taza de café. Tenía la costumbre, antes de dirigirse al banco en el que trabajaba, de desayunar en aquel local, en el que aprovechaba para echarle un vistazo a la prensa. Como aquella mañana el periódico no traía nada interesante, decidió entregarse a un pasatiempo infantil: echar un vistazo a las personas que había en la cafetería y soltar su imaginación acerca de quiénes podrían ser y que hacían allí. 

Juan era el camarero que, como de costumbre, se encargaba de atenderle. En sus manos, rojas de tanto fregar y sostener objetos calientes, se apreciaban los años dedicado a ese oficio. De vez en cuando se le escuchaba refunfuñar. Iba siempre vestido con una camisa perfectamente planchada, abrochada hasta el último botón, blanca e impoluta, a juego con el color de su barba. Un mandil azul le caía sobre las piernas y llevaba un paño sobre uno de sus hombros, con el que mantenía limpia la encimera, en la que se encontraba apoyado un señor con el que Juan mantenía una amena conversación. Hugo no se inventó nada acerca de Juan, pues lo conocía bien. 

En una de las mesas redondas junto a la cristalera, se encontraba una joven pareja que estaba discutiendo. Hugo desconocía el motivo. A la chica se le escaparon algunas lágrimas, lo que a Hugo le hizo llegar a la conclusión de que el chico le había decepcionado. ¿Cómo se llamaría ella?... ¿Teresa? Sí, le pegaba aquel nombre. Probablemente él le había sido infiel y habían quedado en la cafetería para aclarar las cosas. 

Hugo desvió la mirada a la siguiente mesa, en la que había un señor elegante que fumaba pipa y solo se la quitaba de los labios para dar un sorbo a una taza de té. Tenía rasgos anglosajones. Quizá vivió durante años en una ciudad británica. No era la primera vez que Hugo coincidía con él. Lo observó detenidamente y algo captó su atención: iba vestido con un uniforme militar de época, y de su pechera le colgaba una condecoración. 

En la esquina, junto a la pared, estaba la tercera mesa. En ella una señora mayor degustaba un croissant con mermelada. Su cara hacía juego con el tiempo de aquel día: era gris. Parecía enfadada. ¿Por qué algunas personas se ponen de mal humor cuando hace mal tiempo? se preguntó Hugo, convencido de que se presente como se presente el día hay obligación de sonreír y dar las gracias, para hacer un poquito mejor el día a los demás. 

En la última mesa desayunaba una chica joven, probablemente universitaria. Tecleaba su ordenador mientras escuchaba música a través de unos cascos. De vez en cuando se detenía para mirar por el ventanal las cientos de gotas que parecían competir por llegar hasta el marco inferior. 

Hugo aprovechó que Juan no estaba manteniendo ninguna conversación en ese momento para preguntarle por los individuos sobre los que había estado fantaseando. El camarero le dijo que el tipo con rasgos ingleses y uniforme, era mister Collins, un británico apasionado por la interpretación. En esos momentos formaba parte del reparto de una serie de televisión ambientada en época de guerra. Aprovechaba los momentos de descanso entre grabación y grabación para visitar la cafetería. En cuanto a la señora mayor, se había quedado viuda recientemente y se sentía sola. Según Juan, había perdido la ilusión por vivir y buscaba en la cafetería alguien con quien entablar una conversación.

Cuando le preguntó por la pareja que discutía, Juan le explicó que eran dos hermanos que no sabían cómo atender a sus padres, que estaban ya mayores. Él insistía en ingresarlos en un geriátrico; ella, en cambio, no soportaba la idea de verlos encerrados de por vida en uno de esas residencias donde algunas familias ingresan a sus ancianos para quitárselos de encima. 

Como de la chica universitaria Juan no le supo decir nada, ya que era la primera vez que la veía y desconocía los motivos de su presencia, Hugo decidió acercarse a ella.

–Buenos días, señorita. Soy Hugo. Y usted, ¿cómo se llama?