VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

Despertar

Teresa Reinoso, 17 años

                 Colegio Montealto (Madrid)  

Las primeras luces del alba le acariciaron la cara, propiciándole un grato despertar. Se desperezó, mientras se rascaba la espalda. Una vez más, se había quedado dormido mientras apuntaba los detalles de la pequeña odisea que estaban viviendo. Recogió los papeles y los colocó en la parte final de la Biblia que portaba con él.

Todavía dormía el pequeño bergantín en el que viajaban. El navío había sido construido por los propios tripulantes siguiendo órdenes de Gonzalo Pizarro, antes de dividirse la expedición en la búsqueda de víveres, a orillas del río Coca. El singular bergantín era el orgullo de los españoles, que lo cuidaban como si fuera la niña de sus ojos.

A aquellas horas de la mañana tan solo dos o tres hombres, los del último turno de guardia, andaban por la cubierta. Y por supuesto, asomado a la barandilla, el capitán. Pequeñas gotas de agua salpicaban aquel rostro tan bien conocido. El pelo y la barba oscura, ambos abundantes, encuadraban una cara de semblante serio, en la que un parche ocultaba el ojo que perdió luchando contra los indios marabíes durante la conquista del Imperio Inca. Pérdida que no había medrado sus ansias de aventura, ya que había aceptado, sin dudar, la propuesta de su primo Gonzalo Pizarro para embarcarse en la búsqueda del famoso País de la Canela; búsqueda que le había conducido finalmente a ser el primer hombre en tripular una embarcación por aquel río enorme y misterioso.

No se sorprendió de ver al capitán, puesto que siempre lo encontraba despierto a pesar de ser él mismo bastante madrugador. Como si estuviera leyendo sus pensamientos, Francisco de Orellana se volvió:

-Buenos días, fray Gaspar. Parece que los primeros en levantarnos somos siempre los mismos…

-Eso parece, capitán.

Ambos se quedaron en silencio, observando el río que había enamorado al capitán y al fraile. Las aguas jugueteaban en su abundante caudal con la embarcación, lamiendo con lengüetazos amistosos sus costados, mientras lo conducían de un lado a otro del río. Las orillas del mismo eran el preludio de una frondosa selva, plagada de aldeas. El conjunto de olores, sonidos y colores pronto cautivó a los españoles, que cada día descubrían algo nuevo en aquel entorno único. Sin embargo, aquel amor iba presentando cada vez más contratiempos, y el ambiente iba caldeándose entre la tripulación. El capitán procuraba mantener firmes a sus marineros, predicando antes con el ejemplo que con las palabras. Fray Gaspar estaba convencido de que habían existido pocos capitanes como aquel.

-Capitán, ¿creéis que la tripulación aguantará mucho más? Llevamos varios días sin hallar ningún alimento, y si los indígenas siguen negándose a abastecernos… He oído ya alguna queja, especialmente de El Cordobés… Realmente, si no supiera que nuestro Señor nunca abandona a los suyos pensaría que poca esperanza nos queda ya… No sé si merece la pena continuar.

-¿Estáis sugiriendo que abandonemos la empresa?

-Sólo digo que los hombres tienen miedo a perecer en estas aguas desconocidas, y pocas posibilidades hay de conseguir lo necesario para continuar.

-Fray Gaspar, a veces en la vida hay que luchar sin miedo y sin esperanza. No os preocupéis; el Señor ayuda a sus amigos… Tan solo nos pide un poco de confianza en Él. Y yo también os pido un poco de confianza en mí, fray Gaspar.

La mirada del fraile era sincera cuando le contestó:

-Francisco, sois el único hombre al que confiaría mi vida sin dudarlo en ningún instante, y os seguiré hasta el fin del mundo si fuera necesario. No dudo que vos sabréis sacarnos del aprieto en el que nos encontramos.

Una nueva pausa se instaló entre ambos. Sobraban las palabras, muchas eran las experiencias compartidas que habían unido a los dos hombres en una entrañable amistad.

Comenzaba el movimiento en la cubierta. Tanto capitán como fraile dirigieron una última mirada al paisaje, saboreando aquellos últimos momentos de paz.

-Hoy es la festividad de San Juan Bautista, ¿no es cierto, fray?

-En efecto. Tal día como hoy nació el primo de nuestro Señor… Desearía poder servir al Señor igual que él lo hizo. ¡Cuánto fue su amor por Jesucristo! No merecía su trágico final.

-¿Trágico final? Cierto… pero, ¿acaso no mereció la pena perecer por tan noble empresa? Yo solo espero que mi vida termine con la lucha por algo grande.

No imaginaba Francisco de Orellana cuán certeras serían para él aquellas palabras.