XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

Dicen que el pescado es caro 

Pablo Garrido, 16 años  

               Colegio Mulhacén (Granada)  

Las olas golpeaban el casco del barco con fuerza y los truenos rugían en medio de la tempestad. El navío se balanceaba violentamente, sacudiendo su interior.

—¡Alfredo, muchacho, ven a ayudarme! —gritó una voz áspera desde de lo alto de popa.

—Ya voy, Antonio —respondió un joven con resolución, atravesando la cubierta con dificultad, pues se encontraba empapada por la lluvia y el vaivén del barco propiciaba los resbalones—. ¡Maldita tormenta! —maldijo entre dientes.

Alfredo llegó junto a él y asió un cabo para ayudarle a recoger la vela.

—Justo a tiempo —le agradeció Antonio mientras se incorporaba para recuperar el aliento—. Parece que ya están todos atados.

—Eso parece. Por mi parte, he apañado los de proa y he atrancado el ancla —dijo Alfredo en un tono alegre y satisfecho, propio de los jóvenes.

—Bien hecho, chico. Ahora que tenemos un descanso, ¿qué es eso de lo que querías hablarme?

—Bueno, quería comentarte que si esta temporada de pesca marcha bien, habré ahorrado lo suficiente como para empezar a estudiar. Sé lo que estás pensando, que es una locura para alguien como yo —refutó frente a la mueca que había hecho Antonio—, pero no pienso pasarme toda la vida en altamar mientras el océano me consume hasta acabar desgastado y enfermo a los cincuenta, como le ocurrió a mi padre.

—¡Pero si no sabes casi ni escribir!

—¡Aprenderé! Para eso están los colegios, para enseñar.

—No sé que decirte… es tu decisión. Aunque es una pena que te vayas, con lo bien que te desenvuelves. Pero en fin, cada uno gira el timón de su navío en la dirección que cree apropiada —se le humedecieron los ojos—. Bueno, basta de cháchara. Hay que revisar cómo está la mercancía de la bodega, no vaya a acabar por los suelos. ¿Te encargas?

—A sus órdenes, mi capitán —respondió Alfredo con una sonrisa.

Se dio la vuelta y se dirigió ágilmente a una escotilla que había en el centro de cubierta. Bajó una escalera y entró en la bodega, una habitación dividida en varios compartimentos que ayudaban a clasificar el pescado. Se paseó por la sala comprobando los nudos de las sogas que mantenían unidos los barriles. Sin embargo, había varios por el suelo que rodaban libremente al compás del balanceo.

—Ajá… Se han soltado las sardinas —dijo al encontrarase con un trozo de cuerda en el suelo—. Tengo que llamar a Antonio para que mande a alguien a ayudarme.

Se dio la vuelta y comenzó a andar hacia la escalera, ayudándose de unos cabos que caían desde el techo. A medio camino notó que algo se movía tras él. Al darse la vuelta, un barril le golpeó las piernas, derribándolo. Cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra el suelo.

—¡Qué demonios! –gritó aturdido. Un chirrido resonaba a lo largo de la estancia—. ¿Qué es lo que suena?

Ladeó la cabeza a la derecha y vio una estantería metálica que se iba doblando hacia él. Tras una sacudida del mar, esta se derrumbó sobre Alfredo, aprisionándole la mitad del cuerpo.

—¡Ayuda! –gritó con fuerza, al ver cómo la sangre comenzaba a empaparle el pecho.

La vista se le fue nublando y todo comenzó a darle vueltas. Sentía la opresión de la estantería, que le dificultaba respirar, y no podía mover la pierna derecha. Tras unos minutos de forcejeo, perdió la consciencia.

Abrió los ojos lentamente. A su alrededor un corro de personas le observaba. Hablaban entre sí:

—Esa pierna tiene muy mala pinta.

—Hay que contactar con el servicio de emergencias.

Alfredo se volvió a desmayar.

—Pobre muchacho —dijo Antonio, sentado al lado de su cama—. No es justo que a alguien tan joven le ocurra algo así. Pero, Alfredo, ¿estás despierto?

—Creo que sí —contestó este débilmente—. ¿Dónde estoy?

—En un hospital. Después del accidente, pusimos rumbo a la costa más cercana y te trajimos aquí. Tienes rotas tres costillas y… —apagó la voz.

—¿Y qué, Antonio?

—Siento decirte que el borde de la estantería te atravesó la pierna y te cortó el tendón. Los médicos han tenido que amputar.

—No puede ser —Alfredo ladeó la cabeza—. ¡Sabía que la vida en el barco no me traería nada bueno! ¿Y dicen que el pescado es caro? –proclamó con rabia.

—Lo siento, muchacho. Por si te consuela, al enterarse de tu accidente, la escuela en la que querías entrar se ha comprometido a darte una beca y a pagarte el alojamiento. Has perdido una pierna, pero podrás estudiar.

—¿Y quién va a querer dar trabajo a un lisiado, con o sin estudios? Déjame solo, por favor.

* * *

—¡Adelante, muchachos, tirad de esas velas con fuerza! —gritó un hombre robusto mientras entraba en cubierta a través de una pasarela situada en el muelle—. Espero que os comportéis, tenemos visita.

Detrás de él apareció un hombre de unos cincuenta años, de piel curtida por el sol, pero cuyas manos le delataban como hombre de oficina. Se ayudaba de unas muletas para andar, puesto que le faltaba la pierna derecha.

—Don Alfredo, pase por aquí por favor —le indicó el capitán, mientras extendía la mano en dirección a una escotilla.

—Por aquí en cubierta parece que está todo según las normas de seguridad, aunque el sistema de atranque del ancla es muy antiguo. Habría que ir pensando en renovarlo, ¿no cree, capitán?

—Por supuesto. Estamos esperando a que nos respondan de la empresa de seguros —respondió en tono complaciente mientras se frotaba las manos.

—Bueno, bajemos a esa bodega y comprobemos que todo está en orden y fuera de peligro.

Entraron en la barriga del barco.

—Muy bien, todo está en orden, aunque algunos mecanismos son demasiado viejos y sería conveniente restaurarlos o cambiarlos. Aun así, el barco pasa la revisión; podrá seguir navegando —anunció Alfredo—. Pero háganos caso y cambie lo que le he dicho. Desde que el Estado nos contrató para pasar revisión a los barcos, el porcentaje de accidentes laborales ha disminuido notablemente —dijo mientras la mirada se le perdía—. Pero, en fin, basta de cháchara, que hay varios clientes esperándome. Gracias por su colaboración señor Montenegro.