XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

Dimas

Diana Latorre, 13 años 

                  Colegio Sierra Blanca (Málaga)  

Todo dio comienzo con la matanza de los inocentes, en Belén. Una madre cuyo marido había muerto no hacía más de un año, escuchó los gritos y llantos de sus vecinas. Cuando miró por la ventana, vio que los soldados herodianos estaban matando a los niños más pequeños de la aldea. Asustada, enrolló la alfombra hasta dejar al descubierto una trampilla, que abrió para esconder a su bebé envuelto en mantas. Antes de cerrarla, le dio un beso y le hizo una caricia. Volvió a colocar la alfombra y esperó con temor a que llegaran los soldados, que le preguntaron con ferocidad dónde estaba su hijo. Ella les respondió que no había sido madre, pero los militares no la creyeron y la mataron.

Después de unas horas, el pequeño empezó a pasar hambre y sus llantos atrajeron a un vecino, que lo encontró y le hizo un hueco en su hogar. Pasados unos años, la pobreza de su familia le obligó a deshacerse del niño, que pasó a vivir en las calles. Se llamaba Dimas.

Dimas aprendió pronto a robar para no morirse de hambre, y acabó saqueando a todo tipo de personas. En ocasiones, había llegado incluso a matar.

* * *

Dimas caminaba hacia un mercadillo, dispuesto a robar, cuando se topó con una multitud que rodeaba una casa. Se coló entre la gente y miró por una ventana. El techo de la vivienda estaba roto y un paralítico yacía en una camilla en medio de la sala. Se fijó en un hombre que se agachó junto al enfermo, hasta ponerse a su altura. Dimas pudo ver su rostro y el brillo sabio y amigable de su mirada le hizo estremecer. Aquel desconocido puso su mano sobre la frente del paralítico, al que le dijo:

—Hijo, tus pecados te son perdonados.

Dimas sintió algo en su interior que le empujaba a acercarse hacia aquel hombre. Siempre había pensado que su vida no tenía remedio y no se esforzaba por cambiarla; pero al escuchar las palabras de aquel rabbí vio una puerta abierta hacia algo mejor. Al mismo tiempo, le invadió un sentimiento tal de vergüenza que decidió no seguir escuchando y volvió a su guarida, intentando quitarse de la cabeza la profundidad de aquella mirada.

Una vez llegó al mercadillo, una de sus víctimas le reconoció:

—¡Ahí está! ¡Es él! ¡El ladrón!...

Unos cuantos hombres corrieron a por él. Dimas trató de huir, pero le alcanzaron y le metieron en prisión.

***

Llevaba ya tres años encarcelado. Lo único que mantenía su esperanza era el deseo de conocer al maestro que perdonó al paralítico (Dimas no sabía que, en cuanto se fue, le sanó de su enfermedad). Compartió la celda con un hombre que había seguido a Jesús. Se refería a él como Hijo del hombre, el Mesías enviado por Dios para salvarlos. Entonces Dimas se ponía orgulloso, pues era un ladrón que había conocido al Señor.

Llegó el día de su sentencia: flagelación y muerte por crucifixión. Tragó saliva. Se merecía esa pena, pero no conseguía frenar su desesperación, pues no sabía cómo obtener el perdón por sus pecados. Quería que el Mesías le dijera lo mismo que le había dicho al paralítico. Haciendo un gran esfuerzo, decidió no desesperar y aceptar su final con dignidad.

Lo llevaron junto a otro ladrón al monte Calvario. Allí les clavaron en la cruz uno al lado del otro. Le dolía todo el cuerpo, pero lo que más le dolían eran las penas que no podrían serle perdonadas. Vio llegar a otro ajusticiado, que le miró con compasión a los ojos. Entonces se dio cuenta de que era él.

Dimas se entristeció. Horrorizado, cayó en la cuenta de que si aquel era el Mesías, ¡no podían crucificarle! Intentó quitarse los clavos tirando de un lado y otro, pero sus muñecas se desgarraban y sintió un dolor insoportable. Intentó quejarse, mas su garganta estaba ronca de tanto gritar. Miró hacia abajo y vio como sorteaban las ropas de Jesús y como le subieron a la cruz, cubierto únicamente con un paño, mientras se burlaban de él y le escupían. Gemía Jesús mientras alzaba el pecho para respirar, apoyándose en los clavos. Dimas lo miró, empapado en sangre y sudor, con heridas profundas por los latigazos. Una corona de espinas le abría surcos en la frente.

El otro ladrón se atrevió a decirle:

—¿No eres tú el Cristo? ¡Pues sálvate a ti mismo y a nosotros!

Algo creció dentro de Dimas y le replicó:

—¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos. En cambio este nada malo ha hecho —entonces buscó los ojos de Jesús y le pidió—: Acuérdate de mí cuando llegues al paraíso.

Él le miró como mira un padre a su hijo y le dijo:

—Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso.