VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Dios existe; yo me lo encontré

Lucía Ruz, 16 años

                 Colegio Altozano (Alicante)  

<<Un mundo distinto, de un resplandor y de una densidad que arrinconan al nuestro entre las sombras de los sueños incompletos. (…) Él es la realidad, Él es la verdad. La veo desde la ribera oscura donde aún estoy retenido. Hay un orden en el universo y en su vértice, más allá de este velo de bruma resplandeciente, la evidencia de Dios. La evidencia hecha presencia y hecha persona de Aquel a quien yo había negado un momento antes, a quien los cristianos llaman Padre Nuestro y del que aprecio que es dulce, con una dulzura no semejante a ninguna otra>>.

Es increíble lo cómodo que resulta un ambiente propicio para vivir tus ideales. Las personas buscamos nuestro lugar en este mundo: buscamos nuestros amigos, nuestras comodidades, nuestros logros, a la persona amada y un lugar por el que movernos. En cierto modo, nos construimos las carreteras por las que nos deslizamos.

Miro a mi alrededor y solo veo uniformidad. No solo en el modo de vestir de la gente que me rodea sino en el pensamiento, incluso en mi familia, entre mis profesoras y en mis compañeras. Nunca nadie me ha negado la existencia de Dios, provocándome la duda. Y es que me he alimentado mucho tiempo de ese caldo. Pero cuando eres capaz de pensar por ti misma, encuentras respuestas que te satisfacen.

En algún momento de tu vida sales al exterior y te encuentras con gente distinta, como aquella que no se ha planteado la existencia de Dios o la de quienes la niegan. Claro, sabías que no todo el mundo cree en el mismo Dios que tú, ni siquiera en un Dios. Pero cuando llevas tantos años acomodada en tu sillón, siempre ante el mismo canal, es muy fácil, casi inevitable, no acostumbrarse.

Por eso siento envidia de André Frossard. Qué locura... Pero es que Dios es una locura. Una locura de amor que pasa casi desapercibida porque nos acostumbrarnos a Él, como a todo.

Somos capaces de mirar un amanecer sin inmutarnos. ¿Cuál de entre todos los seres vivos es capaz de amar? ¿Cuál aprecia la belleza o siente la pérdida de una cría? Nosotros, los hombres, y sólo nosotros.

Así que esta locura de amor pasa desapercibida ante nuestro ojos. Porque nos hemos acostumbrado a ella. Por eso envidio a André Frossard, porque él descubrió a Dios y se maravilló de su belleza. Él, al que educaron entre Rousseau y Voltaire, y pasó toda su vida negando la existencia de lo divino, escudándose en el intelectualismo hasta convertirse en un periodista de prestigio. Pero, por casualidad, un día entró en una iglesia católica de París y, sin pretenderlo, sufrió la mayor transformación imaginable en cuestión de segundos. ¿Por qué? Es fácil responder: la verdad no depende de quien la posee; la verdad es, sin necesidad de ser creída. Y si Dios, que es la Verdad, existe sin esfuerzo alguno, tiene que mostrarse ante nosotros en algún momento. Si no fuera así, nada tendría sentido.

André Frossard es uno de los afortunados que se encontraron cara a cara con Dios. Solo uno entre los millones de personas que habitamos la tierra.