VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

Dos amigos

Marta Tintoré, 14 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Recuerdo el día en que conocí a Miguel. Se acercó inseguro hacia mí y me preguntó si me importaba que él estuviese un ratito conmigo. Yo sabía que los niños eran diferentes a los adultos y que a ellos no tenía por qué temerlos, así que le ofrecí una de mis ramas para que se sentara y él accedió encantado. Estuvo largo rato junto a mí, hablándome cada vez con mayor soltura: de su familia, amigos y demás. Yo le escuchaba interesado, pues disfrutaba de su compañía. Cuando finalmente me dijo: “Debo marcharme”, le sonreí diciendo que esperaba verle muy pronto.

Pasaron los días y él no venía. Llegué a creer que no volvería a verlo jamás, pero al mes y medio se acordó de mí. Traía una libreta de tapas verdes en la que comenzó a escribir. Le gustaban las aventuras, los guerreros y escuderos, me dijo. Yo le explicaba historias, pues había vivido muchas aventuras; pero ninguna como la de tener un amigo humano. A partir de aquel día vino a verme, cada semana durante tres años. Fue una etapa memorable, pero tal y como yo temía, Miguel se hizo mayor.

El 29 de noviembre de 1551, cuando cumplió 19 años, vino a darme una terrible noticia: se trasladaba a la capital del reino porque quería ser escritor. Deseé pedirle que se quedara junto a mí y que no se marchase, pero no tuve valor y él me dejó.

Pasaron lo años. Hice otros amigos, pero ninguno como él. Necesitaba volver a verle y al fin lo conseguí. La mañana de un 8 de mayo me desperté con una nota entre mis ramas, que decía así: “Caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada. Miguel.” No entendí lo que aquel verso me significaba, pero me aseguré de dos cosas: no se había olvidado de mí y era ya un buen escritor. Esta nota me marcó, me dio esperanza y paciencia. Aunque todavía no podía volver conmigo, lo haría.

Tardó más de lo que creía, pero al fin lo hizo. Un día lluvioso, llegó todo mojado. Se sentó en el suelo, bajo mi copa, y me habló con su dulce voz. Estaba preocupado. Yo le animé. Me explicó que había comenzado a escribir, pero no estaba contento pues no encontraba inspiración. Era autor de novelas como La Galatea, pero no le convencían. Esperaba que una idea asombrosa surgiera de pronto para escribir su mejor obra.

Entonces le conté un cuento largo sobre un caballero y su escudero, que salián en busca de aventuras por una región llamada Belmonte… Le hable durante muchas horas, hasta que nos quedamos dormidos. Nada había cambiado: seguía siendo un niño. Cuando desperté, se había marchado, pero yo estaba de nuevo feliz.

La semana siguiente se presentó un maderero que buscaba árboles excepcionales para producir papel, un material muy preciado tras la invención de la imprenta. Estábamos muy asustados. Me dirigió unos cuantos halagos que no me complacieron lo más mínimo, pues sabía lo que me esperaba.

Todo ocurrió deprisa: con sofisticadas herramientas, consiguieron que aquella sensación de libertad se esfumara en tan sólo unos minutos. Sentí algo parecido a soñar. Fue algo realmente formidable: aparecía Miguel gritando a todo aquel que cruzaba, ya que la noticia de la tala había llegado a sus oídos. Los restos que quedaban de cada uno de nosotros estaban apilados en grandes mesas. Tras una conversación con el rector, Miguel compró la pulpa en la que me habían convertido y me fui con él. Me llevó a su casa, en donde me convirtió en láminas de bonito y delicado papel que Miguel utilizó para redactar aquella historia que le conté, su mejor escrito.