VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Dulce agonía

Natalia Barba Rodríguez, 12 años

                  Colegio Alcazarén (Valladolid)  

Las notas del pequeño piano negro de la salita resonaban por todo aquel antiguo edificio. Las paredes, grises, sucias, parecían que se iban a caer de un momento a otro de lo viejas que estaban. En la salita, sentada en un taburete, una chica de unos diecinueve años tocaba el piano, suavemente, poniendo toda su alma en ello, viviendo cada nota, cada sonido.

Su pelo, de un tono rojizo, le caía suavemente sobre los ojos y sobre las teclas del piano, y unas gafas de montura negra se le resbalaban por la nariz a cada movimiento que ella daba con la cabeza. Una tos que provenía del marco de la puerta le hizo darse la vuelta rápidamente, haciendo desaparecer toda muestra de delicadeza y dulzura, y dando paso a la angustia y a la agonía.

-¿Y bien? –Estaba nerviosa, se podía percibir-. ¿Si o no?

El era su hermano mayor, tenía veintisiete años, aunque en esos momentos parecía envejecido.

-Sí.

No esperó a decirlo, no podía esconderse, no podía huir de una realidad demasiado obvia: estaba enferma de cáncer; debía afrontarlo.

-¿Si?- Volvió a preguntar-. La simple respuesta de su hermano le había atravesado como un cuchillo. Cáncer, sólo una palabra que marcaría el resto de su vida.

-Sí. No hay solución; es terminal -. Hizo una pausa para recuperarse de la emoción y la tristeza que lo embargaban-. El médico dice que…, te quedan unos meses de vida, como mucho, un año y esto, con las medicinas, que te pueden hacer sentir mejor… Pero son muy caras, y este mes no hemos pagado el alquiler a la señora Angustias. Espero que nos perdone…

La señora Angustias era una antigua vecina de sus difuntos abuelos que, por por interés, había alquilado aquel cuchitril a los dos hermanos a cambio de un precio abusivo. Como si hubiera adivinado que hablaban de ella, el timbre sonó y la señora Angustias, sin esperar a que la abrieran, entró en la casa.

-¿Es que no sabes, hijo, que si dejas la puerta medio abierta entran ladrones? Y este piso es mío... ¿Me oyes? La lavadora, el frigorífico y la plancha son míos, y si los roban…

-Señora Angustias -intervino su hermano-. No hace falta que nos riña más. Nos vamos…

-¿Qué?-Gritó Lorena.

-Señora, mi hermana está enferma, y para pagar las medicinas necesito el dinero del alquiler; disculpe que se lo diga así de repente, pero nos vamos.

La señora Angustias sintió algo en su corazón que hacía mucho que no sentía; era como…, como si cada recoveco de su corazón diera saltitos y se despertase de un profundo y largo sueño. Entonces agarró unos billetes de su cartera, pero no sacó la mano del bolso.

-¿Qué es?

Lorena esperó, no sabía si debía decir nada a la señora Angustias, pero su hermano, con un gesto cansado en el rostro, dijo, con voz monótona:

-Cáncer.

La señora Angustias se arrepintió de lo hecho, sacó más billetes, se los tendió a Javier y suspiró:

-No me pagues hasta que podáis.

Con esas palabras, se fue.

Había pasado casi un año, y Lorena descansaba en la cama del hospital. Le quedaba muy poco tiempo. Se encontraba sola, su hermano estaba trabajando para pagar los gastos del hospital. Había asumido que iba a morir, pero tenía miedo. Agarró su escapulario, cerró los ojos, y comenzó a rezar:

<<Por favor, Virgencita, Madre de todos, ayúdame a no tener miedo, a ser valiente, a vencer esta pena. Por favor, Virgencita, ayúdame. Quiero estar pronto contigo, quiero verte…Madre mía, quiero ser buena y valiente, como tú quieres>>.

De repente, su hermano entró en la habitación del hospital, trayendo consigo el vejo teclado, ese pequeñito y negro que le había regalado su madre.

-Toma, toca-La invitó, con voz triste y cansada- Será la última vez que lo hagas; haz que sea lo que más te gusta, me ha costado mucho dejar que los enfermeros me dejaran traerlo, pero en cuanto les he dicho que era para ti, han accedido.

Lorena se había ganado el cariño de todos en el hospital, era amable, cariñosa, y había asombrado a todos los médicos por su fortaleza y valentía.

Se incorporó un poco, lo que le permitían sus escasas fuerzas, y deslizó sus dedos por el teclado, ya amarillento de no utilizarlo. Tocó una suave melodía, que hizo que todos los enfermos que estaban en las habitaciones contiguas se olvidase por unos momentos de sus penas para escuchar aquella bella sinfonía. Ella deslizaba los dedos por el piano, aunque ahora ya no se podía apartar el pelo, no había, y no podía ver muy bien, no llevaba las gafas, aun así, pensó “Virgencita mía, Madre mía, estoy feliz. Mi música será para ti”

Se recostó en la cama, estaba cansada, no veía bien, se sentía muy mal. Vio a su hermano, que lloraba en silencio, le tomó la mano y le dijo:

-Hermanito, no llores… Piensa en mi canción; era alegre…me voy con mamá, con papá y…con toda nuestra familia. Alégrate, y un día nos encontraremos los dos en el Cielo…

Con un suave suspiro, Lorena apoyó la cabeza en la almohada. Una luz brillante le inundó los ojos y le cegó de alegría.