XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

El abismo

María Lucini, 14 años

                  Colegio Puertapalma (Badajoz)  

-Salta –le dijo suavemente una voz que provenía del fondo del barranco.

-No puedo –respondió ella.

-Salta –volvió a repetir.

Ligeras gotas de lluvia caían sobre su ropa, hiriéndola como si fueran agujas.

Ella dio un paso más hacia el borde del precipicio, intentando ver lo que había al final. Fue inútil; una espesa niebla le obstruía la vista.

La voz le había pedido que saltara. ¿Se atrevería?... Ella creía que no. Le resultaba imposible dar ese paso sin ninguna garantía de que la caída fuera segura.

Tragó saliva. Estaba tan cerca… Apenas a un paso. Pero tenía miedo. Miedo a la oscuridad, a la ignorancia, al “después”, a lo que podría ocurrir si saltaba.

Una parte de ella le decía que lo hiciera, que fuera valiente. Una parte de ella confiaba en esa misteriosa voz. La otra, en cambio, le suplicaba que tuviera sentido común. Le gritaba que saltar la condenaría. Le decía que después de aquello, quedaría envuelta en sombras.

Miró hacia atrás, en la dirección opuesta al barranco y vio una casa de madera, confortable y cálida. Salía humo de la chimenea. Y hacía tanto frío a la intemperie… Allí estaría segura, mucho más que en el filo del precipicio.

Todavía dudaba, pero tenía que decidirse rápido. La llovizna se había convertido en una tempestad. No aguantaría mucho más tiempo a su merced.

Se preguntó si sería capaz de llegar hasta la vivienda. Al acercarse tanto al barranco, al estar tan cerca de saltar, se había alzado un velo casi impenetrable entre la casa y ella. Aun así, tenía esperanzas.

Dirigió la mirada de nuevo al abismo. No había nada nuevo: niebla y oscuridad. Era un suicidio. La otra opción era la correcta.

Aunque no se había movido del sitio, el muro que la separaba del hogar comenzó a resquebrajarse. En su lugar, un muro se fue formando entre ella y el precipicio.

Oyó de nuevo la voz, algo amortiguada debido al muro.

-Ven conmigo y estarás segura –le dijo en todo suplicante, casi desesperado.

Ella vaciló un segundo, mientras las gotas caían furiosamente sobre ella y se deslizaban por su rostro. Luego tomó su decisión.

No se arriesgaría. Prefirió no confiar en misterios.

En el instante en el que lo pensó, el muro pareció hacerse de acero. Y paró de llover.

Ya no existía el precipicio. No existiría nunca más.