XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

El amigo 

Roberto Iannucci, 12 años  

               Colegio Mulhacén (Granada)  

Por cuarta vez, Lázaro abrió los ojos lentamente para comprobar, con decepción, que seguía en la habitación que se había convertido en su cárcel. No recordaba cuándo había llegado ni la causa por la que había aterrizado en aquel maldito lugar.

Las paredes y el techo no tenían ningún tipo de revestimiento o adorno, pero eran de un blanco que dolía a los ojos. El suelo estaba pavimentado con baldosas de mármol blanco, y carecía de alfombras que lo recubriesen. Lo único que no era blanco eran los pilares, de oro puro. Bordeando las paredes, el banco que le servía de cama recorría toda la sala.

Lázaro podía soportar aquel lugar, en el que no hacía frío ni calor, aunque le sulfuraba que la única vía de comunicación con el exterior fuese un ventanuco.

—¿Dónde estoy? —se preguntó una vez más, sin que le llegara respuesta alguna.

Lázaro suspiró con resignación y se acercó al ventanuco para observar los alrededores. Desde que había llegado allí, mirar hacia afuera se había convertido en su afición, puesto que no tenía nada que hacer excepto dormir, ya que, por raro que parezca, no necesitaba ni comer ni beber.

Fuera de su cárcel, la vida parecía maravillosa. Había verdes prados hasta donde alcanzaba la vista, con flores y animales extraños, mientras las nubes esponjosas navegaban por el océano del cielo, moldeando bellas figuras. Pero lo que más le gustaba de aquel paisaje eran sus habitantes. No eran ni niños, ni adultos, ni ancianos. Tampoco eran hombres ni mujeres, ni seres espirituales. Lázaro no sabía describirlos en cuanto a edad, sexo o especie, pero de una cosa sí estaba seguro: eran felices. En ellos no existía ni la tristeza ni el odio. Irradiaban felicidad. Lázaro los llamó «Los felices».

Interrumpiendo sus pensamientos, una voz grave retumbó en la habitación. Sonó con vehemencia, ensordecedora:

—¡Lázaro, sal fuera!

De pronto, la habitación empezó a retorcerse como una serpiente, el paraíso en el que vivían «Los felices» se desdibujó y el ventanuco se comprimió. Lázaro retrocedió, asustado. Todo a su alrededor se cerraba en una espiral, silenciosamente. Poco a poco, el espacio se fue reduciendo. Alarmado, empezó a gritar:

—¡Socorro! Sáquenme de aquí…

Pero nadie le ayudó. Y la habitación siguió comprimiéndose hasta aplastarle.

Con un sobresalto, Lázaro se despertó, aunque no pudo abrir los ojos. Todo estaba en silencio. Intentó mover las manos, pero las tenía pegadas al cuerpo. Tampoco podía mover las piernas, ni abrir la boca. Estaba atado de pies a cabeza.

—¡Lázaro, sal fuera!

Esta vez la voz no retumbó, aunque era igual de grave y vehemente. Seguido por un impulso que no pudo explicar, avanzó hacia un lugar donde podía notar la luz y el calor del sol a través de sus párpados y sus ataduras. De pronto distinguió otra voz, esta vez femenina, que correspondía a su hermana:

—¡Lázaro!

Notó un tirón y la luz solar le entró a chorros. Necesitó poner su mano a modo de visera, para ver lo que le rodeaba. Se encontraba en un campo. A ambos lados y al frente había un grupo numeroso de personas que lo miraba con asombro, entre ellas sus hermanas, Marta y María. Ambas tenían lágrimas en los ojos.

—¡Llevabas muerto cuatro días! —gimió María mientras se echaba en sus brazos—. ¡Pero Él ha venido… y te ha resucitado!

Lázaro giró sobre los talones para ver el sepulcro abierto. Comprobar que su cuerpo estaba cubierto de vendas no le animó, pues comprendió dónde había estado.

—¿Quién ha sido?...—le dijo a Marta, puesto que María era incapaz de hablar—. ¿Quién me ha resucitado?

Ella le sonrió, aún con lágrimas en los ojos, y señaló a un hombre que los tres hermanos conocían muy bien.

—Tu amigo —respondió la mujer.