XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

El ángel del mañana 

Jorge Buenestado, 18 años 

Colegio Mulhacén (Granada) 

Envuelta en una sudadera negra tres tallas más grandes, Alba contemplaba el momento del día con el que compartía nombre. A sus pies se extendían las avenidas de una ciudad que comenzaba a despertarse con los primeros rayos del sol. Las calles se llenaban de personas que iban a su lugar de trabajo y de niños que se dirigían al colegio. Se mezclaba el aroma del pan casero y el del café recién hecho con el repiqueteo de las campanas y el rugido de los motores. Alba vigilaba atenta, a la expectativa.

Si cualquiera de los cientos de personas que habitaban las concurridas calles hubiese alzado la mirada, tal vez hubiera atisbado la figura de Alba ocultándose a la sombra de balcones y chimeneas. Pero aunque ella hubiese querido mostrarse, incluso con el gesto de bajar a la acera, ¿quién tendría interés en verla? De primeras no había diferencia alguna entre Alba y una joven cualquiera que se dirigiera a clase. Tal vez llamara la atención los mechones blancos de su melena despeinada, que parecían moverse con voluntad propia a pesar de que aquella mañana no soplara el viento. O tal vez que vistiese la misma ropa, sin importar la hora ni la estación.

Se desplazaba de tejado en tejado, buscando algún lugar tranquilo donde pasar el resto de la mañana. Finalmente se sentó en un pequeño balcón de una casa deshabitada. Sacó una pequeña libreta de cuero negro y comenzó a dibujar a las personas que veía, para después escribir sobre quienes eran, de dónde venían y a dónde se dirigían, por más que tuviera que inventárselo. 

Aquella era una mañana tranquila. Todavía nadie había necesitado su ayuda. Se disponía a cerrar por un instante los ojos cuando escuchó en la lejanía la sirena de una ambulancia.

Alba se dirigió al lugar del accidente, donde encontró tendido sobre el asfalto el cuerpo de una joven que acababa de expirar. Alrededor de la escena se había formado un cordón policial y un corro de curiosos que se lamentaba por la suerte de la pobre chica. También se escuchaba un llanto apagado. Pero nadie, salvo Alba, fue capaz de percibirlo.

El llanto provenía de la joven que acababa de fallecer. No de su cuerpo, que los sanitarios empezaban a cubrir con una manta térmica, si no de su alma, todavía incapaz de comprender qué le había sucedido. Aquel era el trabajo de Alba: acoger a quienes fallecían, para que no se marcharan del mundo entre sufrimientos y temores. Era un trabajo duro, pues debía esforzarse para que otros superaran lo que ella todavía no había logrado. Los tomaba de la mano incorpórea y los acompañaba hasta la puerta de un lugar mejor, por la que ella aún no había entrado todavía. 

Cuando Alba dejó aquel alma joven y regresó a los tejados de la ciudad, no sabía que estaba un poco más cerca de conseguir sus alas. Entonces podría volar, libre.