XI Edición
Curso 2014 - 2015
El asesino
Marta Fernández De Lucio, 17 años
Colegio Ayalde (Bilbao)
Vigilar era la peor parte de su trabajo. Se pasaba largas horas encerrado en el coche, observando a su víctima, aguardando a que cometiera un error.
Llevaba cerca de una semana siguiéndola y tenía el cuerpo agarrotado por estar sentado día y noche.
Se estiró para quitarse parte del cansancio, que lo distraía y le hacía cometer fallos, y volvió a coger el expediente de la chica, aunque se lo sabía de memoria: se llamaba Natalia, tenía treinta y tres años, era guapa, lista y extravagante. Desde su punto de vista, una mujer incapaz de ocultarle un secreto a su marido no podía ser demasiado lista. Aunque también era verdad que a Adrián Fernández rara vez se le escapaba un detalle y este no era un pequeño secreto. Natalia estaba reuniendo datos sobre el negocio de Adrián para venderle a la policía.
Adrián era el jefe de una organización de contrabando que actuaba por todo el mundo y cuya central se encontraba en Bilbao, donde residía. A Adrián no le gustaban los cabos sueltos. Cuando se encontraba con uno (como ahora lo era su mujer), no dudaba en ponerle remedio.
Por eso él estaba en el coche: Adrián le había contratado para que se encargara de su mujer.
Comprendía que Natalia había sido estúpida por creer que podría salir ilesa de la furia de alguien como su esposo.
Cerró el expediente y lo dejó en el asiento del copiloto. No le pagaban por especular ni por comprender a sus víctimas. Iba a dar por finalizado su trabajo esa misma noche: Natalia tenía una fiesta a la que iba a acudir sola, en un coche con chófer. Allí bebería para desahogar sus penas. Cuando regresara al piso donde vivía con su marido, que estaba de viaje, la mataría.
El único requisito que le había puesto Adrián era que no fuera un disparo a larga distancia. Tenía que morir viendo a su asesino cara a cara y sabiendo que era su marido el que se lo enviaba.
Natalia salió del portal y subió al coche. Estaba muy guapa; quizá pensara soltarse la melena y disfrutar por una noche. Al asesino aquel detalle le daba igual.
Arrancó el coche y la siguió a una distancia prudente. Para su sorpresa, el automóvil de su víctima no continuó la ruta esperada. En vez de dirigirse a la fiesta, salió de la ciudad. Hubo un momento en el que abandonó la carretera. La oscuridad era total y no podía permitirse encender los faros si quería evitar que le descubrieran.
El automóvil llegó hasta la Isla Zorrozaurre, en donde había muchas fábricas abandonadas. No se veía a nadie por los alrededores.
Se bajaron dos hombres, uno de ellos con Natalia en brazos. Estaba inconsciente.
Ahora que se encontraba tan cerca, pudo apreciar la matrícula: era italiana.
Fue entonces cuando comprendió que aquellos hombres pertenecían a la mafia y que también participaba del negocio del contrabando. Eso sí, Adrián y el jefe italiano se odiaban a muerte y nunca perdían la oportunidad de fastidiar el negocio del otro. Los mafiosos italianos confiaron en que sería un golpe duro para Adrián perder a su mujer. Ni se imaginaban que le estaban haciendo un favor.
El hombre que llevaba a Natalia la arrojó a las frías aguas de la ría antes de huir.
El asesino se quedó quieto en su asiento, asimilando la situación. No podía permitir que Natalia muriera a manos de otro, y menos de una banda enemiga.
Maldiciendo para sus adentros, se subió a la barandilla, localizó a Natalia y se sumergió en las oscuras aguas. La agarró por el cabello y buscó las escaleras. Estaba agotado, pues nadar con un solo brazo, con las ropas empapadas y tirando de una persona no es fácil. Sin embargo, sacó fuerzas de la flaqueza: lo único importante era salvarla.
Llegó a las escaleras y subió como pudo. Tumbó a Natalia en el suelo. No respiraba; el agua había entrado en sus pulmones, provocándole una parada cardíaca.
Puso las manos sobre el corazón de Natalia y empujó. Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo… treinta veces. Luego la respiración boca a boca. Y vuelta a empezar una y otra vez, hasta que la mujer recuperó la consciencia y vomitó el agua que se había tragado.
En ese momento se escuchó el sonido de una sirena. Alguien había visto lo ocurrido y había llamado a una ambulancia, que se llevó a Natalia al hospital.
El asesino se quedó solo.
Pasaron varios días. Natalia fue dada de alta. Para mayor seguridad, había contratado a un guardaespaldas que la seguía a todas partes. La protegió excepto cuando Natalia recibió la visita de su contacto de la policía en un motel fuera de la ciudad. El guardaespaldas la esperó en el parking.
Por eso no le fue difícil al asesino evitar al gorila. Entró en el motel por la puerta de atrás, subió a la planta donde se encontraban y esperó a que el policía saliera. El asesino se dio prisa, no le quedaba mucho tiempo.
Llamó a la puerta y Natalia le dejó pasar, reconociendo a su salvador. Le sonrió con afecto, casi con veneración. El asesino la miró, se echó la mano a la espalda y agarró su pistola. Natalia dejó de sonreír en el momento en que se dio cuenta: la había salvado de morir ahogada para poder hacer bien su trabajo.
El asesino puso el silenciador. Ahora fue él quien, sin dejar de mirarla, sonrió, enseñando los dientes, como lo haría un animal al arrinconar a su presa.
Cerró la puerta. Natalia no tenía escapatoria. Ya era suya.