VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

El azucarero y el pájaro

Isabel María García Cabrera, 14 años

                 Colegio Monaita (Granada)  

Había un azucarero muy irritante y orgulloso. Dos asas poseía y un estampado de flores muy elegante. ¡Tan imprescindible pensaba que era! ¿Qué sería un té sin azúcar? La vida no sería tan dulce si él no existiera.

Lo rellenaban constantemente de azúcar blanco finísimo que añadían al febril té recién hecho.

El azucarero creía su porcelana inquebrantable y sus estampados los más bellos del mundo.

Se encontraba en una casa en la que vivía una familia con sus tres hijas, guardado en una pequeña vidriera de cristal para que todos pudieran verlo y sacarlo cuando se les antojara.

En aquella misma vidriera había lecheras, teteras y tacitas que se sentían molestas por la forma de comportarse de aquel recipiente.

Era otoño y se aproximaba la estación que más le gustaba a nuestro azucarero, el invierno, puesto era cuando más lo utilizaban para el chocolate, el té y el café y estaba excitado sobremanera por ello.

En la vidriera aledaña se encontraba un azucarero más pequeño y desvaído, del que se reía constantemente.

-¿Qué hace usted todavía ahí? Si no le han tirado aún a la basura, será por compasión -le decía-. ¿Qué aporta usted al mundo?

El otro azucarero replicaba:

-Yo, señor, aporto recuerdos. No en vano, vi crecer a las niñas de esta casa y ellas me utilizaban constantemente. En cambio, usted solo lleva aquí unas cuantas semanas, así que desconoce el valor que tengo para los miembros de esta familia.

Pero nuestro orgulloso azucarero seguía convencido de él era muchísimo más valioso.

Pasaron las estaciones y los años. El azucarero estaba un poco más viejo, pero todavía lo usaban, hasta que en un invierno verdaderamente frío, una de las niñas lo cogió sin cuidado y, sin querer, cayó al suelo.

Las dos asas se rompieron con estrépito y el pobre azucarero acabó en el jardín, entre unos arbustos junto al cubo de la basura.

La nieve caía suavemente y la hierba tenía una fina capa blanca que aumentaba poco a poco. Había ráfagas de gélido viento que daban escalofríos.

Un pajaro que por allí pasaba, se encontraba aterido y apenas podía volar, así que decidió esconderse debajo del azucarero para entrar en calor. Éste, al sentirlo, empezó a lamentarse.

-Señor pájaro -habló-, no sé como es capaz de esconderse en mi interior. Soy un desastre: mis asas se han roto y mis estampados están sucios. ¿Por qué me habrán tirado a mí y no al otro azucarero, que es mucho más viejo?

El pájaro se acomodó antes de piar:

-Puede qué usted no sea un azucarero sempiterno. Puede que su destino no sea servir azúcar.

El azucarero se sintió triste y reconoció:

-Si hubiera sido menos orgulloso la gente me hubiera tratado mejor.

El pajarito asintió.

-Puede ser…

-Escuche señor pajarillo, le dejo quedarse aquí todo el tiempo que necesite. No tengo amigos. Si puedo servirle de cobijo, para mí será todo un honor.

El ave permaneció dentro del azucarero aquel invierno y en primavera construyó un nido. Cuatro pequeños pajarillos nacieron de los huevos y el azucarero, siempre tan orgulloso, cambió de actitud, llegando a convertirse en bondadoso y agradecido.

Las niñas de la casa estaban encantadas con aquel nido que tenían en el jardín, así que decidieron buscarle un sitio mejor: Lo metieron en una caja junto a la vidriera. Cuando los pájaros crecieron, los soltaron fuera de la casa.

El pájaro amigo del azucarero, le dijo:

-Siento que ahora ya no tengas compañía.

-No se preocupe, viejo amigo. He vuelto con la familia. Gracias a usted, mi vida ha cambiado.

El pajarillo complacido emprendió el vuelo.

Y dicen que todavía en el desván de la casa aún se conserva el azucarero de las asas rotas.