VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

El baile

María Camblor, 16 años

                 Colegio Montealto (Madrid)  

“Clac, clac, clac, ta-ta-clac”.

Aquella noche, las sombras se alargaban a la luz cálida y titilante de la hoguera. Eran sombras en continua traslación: girando y girando… Las gitanas bailaban junto al fuego, contoneando metros de tela, volantes y sobrefaldas multicolores; marcando con sus pies el ritmo de las guitarras y las voces rasgadas de sus maridos.

Curiosa como siempre, la luna se asomaba entre los pinares que circundaban aquel claro de bosque, para contemplar, embelesada, las evoluciones de las bailarinas. ¡Cuántas veladas similares había observado desde el cielo la vieja y pálida luna! Hacía ya unos cuantos años, desde que el campamento zíngaro se estableció a las afueras de la ciudad, que en las noches de primavera o estío, coincidiendo con la luna llena, los gitanos bailaban bajo su cara redonda. Al principio, en aquellas celebraciones participaba cierta gitanilla delgaducha, morena, de cuello esbelto y ojos negros. Su danza era la más alegre, la más graciosa, la más armónica y bella, pero un año atrás, aquel duende de pies inquietos dejó de bailar alrededor de la hoguera cuando le llegó una enfermedad fatídica. La Niña Cojuela, que así la llamaban, contemplaba cada noche con ojos tristes los pasos nocturnos de baile de sus compañeras. La luna era testigo de los eventuales esfuerzos que a escondidas hacía la cojita cuando, tras intentar girar en vano sobre sus talones (uno de ellos había quedado rígido), las lágrimas corrían por su carita sucia. Y aquella noche, como tantas otras, volvía a su lugar de siempre, inmóvil, embebida en la música y en sus ensoñaciones.

“Clac, clac, ta-ta-ta-ta-ta-ta-clac”.

Las palmadas abiertas y sonoras marcaban el compás de las guitarras, que sonaban más dulces que nunca. Las voces potentes y dramáticas se fundieron con el aire y el corazón de la pequeña gitana comenzó a bombearle la melodía por las venas. De repente se alzó entre los espectadores, se reunió con las demás y bailó.

Bajo el astro nocturno, la gitanilla danzaba sonriente, suelto el cabello, los ojos brillantes como las llamas, los brazos enjoyados con aros y brazaletes tintineantes que dibujaban elipses en el aire mientras sus dedos acariciaban, en abanico, los rayos azules de la luna. Sus piernas giraban ágiles y relampagueantes, de tal forma que la zíngara parecía bailar a ras de suelo, sin rozarlo apenas con el piececillo sano, y nunca con el rígido, que quedaba como suspendido en el aire. No sólo el clan, sino el cielo entero quedaron hipnotizados. Y le parecía a la luna que era la historia de la pequeña bailarina como un poema dedicado a todos aquellos que, por alcanzar un sueño que dé sentido a su vivir, son capaces de alzarse sobre el suelo para volar alto.