XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

El borrico

Núria García Vallés  

                 Colegio Pineda (Barcelona)  

La noche avanzaba a cada paso que dábamos. Sentía el peso de la mujer, que viajaba sobre mis lomos. Su vientre hinchado me decía que algo grande estaba a punto de acontecer. El hombre me guiaba por el ronzal a través de los caminos, sin encontrar a nadie que nos prestara un lugar en dónde reposar. Hasta que una luz de esperanza se encendió en sus ojos cuando descubrió una posada a lo lejos.

—No nos queda sitio, pero podemos acomodarles en el establo por esta noche —le dijo el dueño del lugar.

La mujer que llevaba encima suspiró. Cansada del camino, se estiró con una leve sonrisa.

El establo era espacioso. Cuando entramos descubrimos a una mula y un buey. Silenciosamente, el hombre y la mujer prepararon un rincón. Cuando él salió a por ramas con las que encender un fuego, ella se puso de parto. El ambiente, que permanecía expectante en medio de la oscuridad, se fue llenando de voces angelicales.

Apenas pegamos ojo; llegaron algunos pastores con regalos, que posaron junto a un recién nacido reclinado en el pesebre. Lo que el universo aguardaba desde siglos incontables, por fin había llegado.

Acurrucado en un rincón, me pregunté si el tiempo giraba o se había detenido. Atónito, vi pasar por mi mente de burro numerosas imágenes sobre la vida de aquel pequeño. También resonaron sus palabras: «Soy la fuente de la Verdad, el Amor y la Vida. El que me busque, jamás tendrá sed».

Tan pronto como había entrado, salí de aquel sueño. Entonces levanté aún más la mirada y descubrí a la mula, que le daba calor al Niño. De repente una chispa de alegría saltó en mi interior: ¿qué podía hacer yo por aquel recién nacido?

Percibí que había alguien más, pero no estaba en el establo. Salí al frío de la noche y descubrí a una niña pequeña. Tiritaba, a pesar de que sus ojos y su rostro estaban iluminados. Giré la cabeza, pero una niebla repentina me impedía encontrar otra vez el establo. Me volví hacia ella.

«Los pequeños serán grandes en el Reino de los Cielos».

Me acurruqué junto a su cuerpecito, dispuesto a darle lo único que tenía. Y noté que sus manitas me acariciaban; ya no tiritaba. El viento soplaba contra mi testuz, pero no me importaba porque era feliz. Sin darme cuenta, me quedé dormido junto a ella.

Soñé que aquella niña me guiaba hasta las nubes. Allí descubrí que la niña era Dios. De su sonrisa manaban rayos de luz. Desde entonces, este humilde borrico vuela rodeado de pequeños, feliz, por el Reino de los Cielos.