IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

El cálao que aprendió a volar

Suyay Chiappino, 15 años

                       Colegio Guaydil (Las Palmas)  

Estaba algo ansioso y los nervios hacían que se le erizaran las plumas. Había llegado el día en el que, por fin, se echaría a volar. Notaba la tensión que reinaba en el ambiente. La sentía e, incluso, escuchaba en las respiraciones contenidas de sus hermanos, que como él, esperaban el deseado momento que marcaba el comienzo de su vida adulta.

-Con delicadeza, pero con firmeza; con elasticidad pero sin exagerar; con pasión pero sin perder el control -los aleccionó su padre por última vez.

Observó por el rabillo del ojo la preocupación que ensombrecía la mirada calculadora de su madre, que enseguida cambió la expresión por la de una triste aceptación. No se atrevió a abrir las alas hasta arrancarle una temblorosa sonrisa, en la que vislumbró cierta huella del orgullo tras el desasosiego.

Y se dejó caer.

Sintió el aire acariciándole desde el inicio de su rojo y curvo pico hasta la última pluma de su cola. Un cosquilleo de vértigo se extendió desde su pequeño estómago hasta la punta de sus alas, combinándose con la emoción que inundó su mente y corazón, un éxtasis del más puro de los placeres cuando alcanzó la corriente de viento por la que comenzó a deslizarse casi sin esfuerzo. ¡Estaba volando!

Si la felicidad fuese peligrosa hubiera explotado en pleno vuelo, un reventón de plumas de colores. Se deleitaba con la nueva experiencia y saboreaba cada detalle: la tensión de sus músculos y el trabajo que realizaban, el rapidísimo y alocado palpitar del corazón, la caricia del viento, los efectos de la luz, un mundo nuevo desde la altura...

Hasta hacía un momento su vida había sido el agujero en el que habían nacido él y sus hermanos. Sus padres, tiempo atrás, habían buscado una cómoda oquedad en un árbol cercano al río y allí crecieron, escuchando el murmullo del agua discurrir. Su imaginación volaba hacia el mundo de afuera. Cuando decidieron el lugar del nido, la pareja de cálaos la tapió con barro, quedándose ella dentro para incubar los huevos recién puestos. El padre, a través de un agujero, alimentó a la hembra y a los polluelos.

Mientras se dejaba llevar por una ola de aire fresco que le volteó hacia la izquierda, el cálao sonrió al recordar el momento en el que tomó conciencia de su existencia. Primero sintió el golpeteo rítmico que producía un sonido sordo en sus oídos y parecía provenir de su interior. Los golpes de su corazón le hicieron darse cuenta de que estaba vivo, pero una fuerte sensación de opresión le impedía moverse. Fue entonces cuando el instinto de supervivencia le impulsó a picotear la coraza que le protegía del exterior. Una vez fuera del cascarón las nuevas sensaciones lo aturdieron un instante: un agudo vacío en el estómago le obligó a lanzar un fuerte chillido y a abrir su pico al tiempo que intentaba vencer la inmovilidad de su cuerpo. En sus primeros tambaleos, entumecido y desconcertado, había tropezado con los restos de su propio huevo. Pero a medida que fue adquiriendo confianza sus movimientos se volvieron más seguros, aunque no mucho mas hábiles.

La sorpresa al descubrir a varios polluelos que también pedían comida no fue comparable al ver a un ave de mucho mayor tamaño que le inspiró una grata sensación de seguridad hasta el día en el que habían salido al mundo exterior.

Ahora estaba atrapado por el asombro y la indescriptible sensación de ver el mundo por vez primera, sentir el calor sobre el cuerpo, la inicial ceguera hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz del sol y comenzó a distinguir los colores... Agradecía a sus padres que le hubieran dado la vida.

Así fue como, mientras se alejaba el pequeño cálao de pico rojo, admiró el mundo que se extendía a sus pies: la vida y su ciclo. Se sintió libre y entendió que aun le quedaba mucho por aprender, que recién había empezado a vivir.

En el poblado, dos niños algo apartados del resto de la tribu alzaron la mirada y contemplaron al ave de plumaje blanquecino de alas y cola negras salpicadas con manchas blancas. Interpretaron su grácil vuelo como una buena señal.