XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

El espejo de la abuela 

Paula Martín Pérez, 13 años

Colegio Ayalde (Vizcaya)

Me encontraba sentada en el sillón de la biblioteca de mi abuela, una habitación antigua, la más bonita de la casa y que contenía muchas cosas en las que fijar la atención. Mis ojos siempre se posaban en un pequeño espejo situado en un rincón. Tenía un filo dorado un poco desgastado. Aquel día, después de mirarlo durante unos segundos, me fijé en algo que hasta entonces me había pasado desapercibido: el marco tenía unas palabras grabadas en el costado izquierdo que no podía entenderlas. Intrigada, decidí preguntarle a mi abuela qué significaban.

Bajé las escaleras y llegué a la cocina. Ella estaba sentada en una silla de madera, tomándose su infusión de hierbas. Me asaltaron los recuerdos, pues mi padre siempre compartía con la abuela el momento de la infusión, hasta que se fue para no regresar. 

–Venia –me llamó, sacándome del trance el que me encontraba–, ¿necesitas algo?

–Quiero hacerte una pregunta sobre el espejo de la biblioteca –le contesté, tomando asiento a su lado–. ¿Qué tiene grabado en el marco?

–Pues, verás –me dijo–, se trata de una frase en francés que significa: “No es difícil entrar, pero te costará salir”. 

–¿Y qué quiere decir?

–No le des más vueltas; tan solo es un espejo viejo.

–¿De dónde viene? –proseguí el interrogatorio.

–Tu abuelo lo trajo de uno de sus muchos viajes a Francia. En cuanto lo vio en un anticuario, sintió que ese objeto tenía algo especial y quiso regalármelo.

Desconcertada regresé a la biblioteca para sentarme de nuevo en el sillón. Tras unos instantes, volví los ojos al espejo y el corazón me dio un vuelco: la imagen de mi madre apareció en él, en pie, quieta. El color de sus ojos había dejado de ser verde para convertirse en azul, y su expresión transmitía paz, como la mirada de mi padre. 

Forcé la vista para averiguar si aquella imagen tenía lentillas de color. Entonces, para mi sorpresa, me encontré con los habituales ojos verdes de mi madre, que me miraron con desconcierto. Pero enseguida volvieron a hacerse azules e intensos. Pensé que me estaba volviendo loca.

Con el pulso acelerado hablé con ella. Para tranquilizarla, le dije que me encontraba perfectamente. Aunque desapareció, seguí mirando el espejo fijamente, como si estuviera hipnotizada. Entonces, empujada por la impresión de que alguien se había burlado de mí, le solté un puñetazo al espejo, pero no se rompió sino que mi mano lo atravesó y no la podía sacar. Poco a poco, el espejo me tragó por completo. Antes de poder apreciar la realidad que se encontraba de aquel lado, todo se llenó con una luz cegadora y, antes de que pudiera reaccionar, volví a la biblioteca, en donde me giré tan bruscamente que hice caer una lámpara con una tulipa de vidrio. Al agacharme para recoger lo que quedaba de ella, me di cuenta de que mi mano traspasaba los cristales. 

Aún estaba absorta por aquel extraordinario fenómeno, cuando mi madre entró en la sala. La vi tan pálida, que pensé que iba a desmayarse. 

–Es solo una tulipa –quise quitarle hierro al asunto–; puedo comprar otra con mis ahorros.

Pareció no escucharme, pues no me miraba a mí ni a la lámpara, sino más allá de donde me encontraba. Al girar la cabeza para saber qué llamaba su atención, lo que vi me dejó sin palabras: era yo, tumbada en el suelo, inmóvil, como si estuviese muerta.

–¡Venia! –gritó mi madre. En su voz se notaba angustia. 

Las piernas le empezaron a fallar y cayó al suelo mientras lloraba.

Escuché los pasos apresurados de mi abuela, que se aproximaba a la biblioteca.

–¡Mamá! –grité–. No te asustes… Sé que no me oyes, pero voy a volver al otro lado. 

Acto seguido me fundí con el desgastado espejo de la sala, para regresar a la normalidad.