XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

El extraño 

Ana García Carrillo, 15 años

Colegio Valdefuentes (Madrid)

Beatriz regresaba a casa desde el instituto. Le pesaba la fatiga de los días, que parecían repetirse con aplastante monotonía. 

Subió al autobús, pagó y se dirigió hacia la parte trasera. Cuando se sentó, observó a los pasajeros: una mujer con un bolso y un abrigo amarillo chillón; un hombre alto, que acompañaba a un niño que no cesaba de lloriquear; un grupo de tres chicas que volvían del colegio muy animadas y, por último, un muchacho de pelo negro sumido en lo que fuera que estuviese escuchando con unos auriculares, pues solo miraba al suelo. En la cuarta parada este levantó la cabeza y se bajó con la señora del abrigo amarillo. Parecía un chico corriente, pero Beatriz había notado que tenía algo fuera de lo común que no era capaz de concretar. 

Al día siguiente volvió a coger el mismo autobús, pagó su boleto y se dirigió a la parte de atrás. Levantó la mirada y, para su sorpresa, el chico de cabello negro se encontraba allí de nuevo, también la señora del abrigo chillón, que ahora lo llevaba de color rosa. 

Clavó su mirada en el chico, y este pareció sentirse observado porque levantó la cabeza y la miró directamente a los ojos durante unos segundos, hasta que ambos apartaron la mirada ruborizados. Al llegar a la cuarta parada, volvió a bajarse junto a la mujer del abrigo. 

Una vez entró a casa, Bea se encerró en su cuarto y comenzó a describir en su diario lo extraño que le parecía aquel chico, en el que percibía algo que no se podía explicar. Por eso, a la siguiente mañana, de camino al autobús, se preguntó si le gustaría volver a encontrarse con el muchacho. Al subir estaba en la misma plaza. Por un día, Bea decidió sentarse en los primeros asientos. Pasados unos minutos, notó que le tocaban el hombro y se dio la vuelta. Se trataba del chico de pelo negro, que le miraba a unos centímetros de su rostro. 

–Oye, ¿de verdad puedes verme? –le preguntó con voz grave–. ¿Y me oyes?

–¿Qué? – Beatriz se había quedado sorprendida. Notó cómo se ruborizaba–. Pues claro que puedo verte, y por supuesto que puedo oírte. No estoy ciega ni soy sorda. De todas formas, ¿qué preguntas son es esas? 

–Bueno, no puedo responderte ahora, ¿sabes? Es algo que comprenderás más tarde.

–¿Qué? –repitió Bea–. ¿Qué es lo que tengo que entender?

–A ver… Puedes quedarte con la duda o venir conmigo. ¿Qué prefieres?

–Bueno, teniendo en cuenta que no te conozco y que no sé qué quieres, prefiero quedarme con la duda, pero gracias por la propuesta –contestó en tono sarcástico.

–Vamos, mírame –. Beatriz le obedeció–. Y ahora estate atenta, ¿vale? 

Repentinamente el chico desapareció. 

La chica se quedó con la boca abierta, preguntándose si estaba siendo presa de una alucinación. Entonces el muchacho apareció de nuevo y habló:

–Bueno, esta es mi parada. Si después de esto sigues sin querer venir, no me queda más que aceptarlo. 

–¡Cambio de planes! No me voy a quedar con la duda después de lo que acaba de pasar.

–Me alegra oír eso. Anda, ven y mira de nuevo –le pidió mientras se reía.

Bea observó, cuando bajaban del autobús, que aquel chaval acababa de pasar a través de la señora del abrigo chillón. 

<<¿Cómo?>>, se quedó pasmada en la acera. 

Comenzaron a correr por las calles, riéndose a carcajadas hasta que les dio flato y tuvieron que detenerse. 

–¿Cómo te llamas?

– Carlos, pero me puedes llamar Charlie. ¿Y tú? 

–Bea. Bueno, Beatriz, pero me puedes llamar Bea.

Llegaron al portal de un edificio y subieron a la última planta. Bea, embargada por una sensación de alegría se giró en el descansillo para mirar a Charlie, pero este había desaparecido. Lo buscó por los pasillos sin dejar de sonreír. Al abrir una puerta tuvo que taparse los ojos para no deslumbrarse. En mitad de una luz blanca descubrió una silueta que se le acercaba a pasos agigantados. Era Charlie, que la envolvió en un abrazo. La chica, sin entender qué estaba pasando, también le abrazó. Se sentía bien. 

–Bea, te lo debo todo, de verdad. No sé cómo agradecerte lo que has hecho por mi –comenzó a llorar. 

–Charlie, sigo sin entender nada.

Tras inhalar profundo, el muchacho consiguió explicarse:

–A ver –se le caían los mocos, lo que a Bea le hizo mucha gracia–. Yo soy un… No. A ver cómo me explico… Yo no soy un ser vivo. O sea, las personas somos seres vivos pero yo no estoy vivo. De hecho, estoy muerto. Desde hace muchos, muchos años. Y llevo demasiado tiempo intentando que alguien se fije en mí, tratando de conocer a quien pudiera traerme aquí.

–¿Aquí? ¿A tu casa? 

–Sí, porque cada vez que subo a mi piso e intento abrir la puerta, me la encuentro cerrada. Sin embargo, hoy que has venido por fin he podido entrar.

–Pero, ¿qué es este sitio tan luminoso? –preguntó intrigada.

–El Cielo, Bea, el Cielo. Había perdido toda esperanza en alcanzarlo, pero apareciste tú y me miraste. 

–¿El Cielo?... –masculló aquella palabra–. Entonces, ¿estás muerto? De ser así, ¿cómo es posible este momento?

–No lo sé, Bea. Pero me has salvado y te voy a estar siempre agradecido.

–Vaya… No encuentro las palabras... Sólo quiero que sepas que me alegro mucho por ti. Mucho, de verdad –le dijo con el corazón–. Pero son las cuatro, Charlie, y tengo que irme a casa.

–¡Espera! –la abrazó con más fuerza que antes–. Nunca me voy a olvidar de ti.

–Yo tampoco –le tembló la voz.

–Pero no tengas miedo, Bea, porque voy a acompañarte hasta tu último paso.