IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

El fin de la imaginación

Sofía Sakr Nassef, 15 años

                Colegio Guaydil (Las Palmas)  

Por fin había conseguido salir de aquel lugar que tanto le desagradaba. No soportaba sentirse encerrado, y menos aún entre aquellos libros.

Leo había perdido la cuenta de las veces que se había escapado de la escuela. No entendía por qué sus padres seguían empeñados en que acudiese a aquel lugar que tanto detestaba pudiendo dedicar el tiempo al ordenador, la televisión o un videojuego.

Así que cuando se evadía de aquella prisión, cruzaba el parque -que a aquellas horas estaba completamente vacío- y entraba al salón recreativo dispuesto a entregarse a aquellos juegos que le fascinaban.

Aquel día iba a cumplir aquella costumbre, pero se detuvo al sentir que algo se movía entre los árboles, cerca de él. Buscó una rama en el suelo, dispuesto a defenderse, pero se quedo de pronto como petrificado al descubrir unos ojos gatunos demasiado grandes para pertenecer a un gato o, incluso, a un león. Aquellos ojos amarillentos comenzaron a acercarse lentamente a él y de entre los pimpollos apareció un animal que nunca jamás había visto ni en fotografías. Éste se echó ante él y bostezó aburrido.

Leo se estremeció al contemplar aquella boca en la que sin problemas cabría un caballo, lo que acentuó aún más su incapacidad de reacción. Aquel extraño ser lo observó entre divertido y molesto antes de hablarle con una voz gutural.

-¿Por qué miras así, muchacho? Soy el producto de la imaginación de los hombres.

-Perdona –le habló Leo con inseguridad-, pero nunca he visto a nada parecido a ti-. ¿Quién eres? ¿Qué eres?

-¿Qué soy? -repitió alterado, levantándose sobre las poderosas patas acabadas en afiladas garras y estirándose al tiempo que desplegaba unas alas emplumadas- ¿Que qué soy?-reiteró.

Alzó la cabeza y graznó al sol, que estaba en su cenit. Se volvió hacia Leo, quien al sentir su mirada furibunda trató de huir. Pero tropezó con una raíz y acabó sentado en medio del camino, atónito.

Relajándose, el peludo animal que tenía placas de duro hueso en los puntos débiles de su anatomía, se sentó junto a Leo y, más tranquilo, comenzó a contarle su historia.

-Soy uno de los seres más antiguos que viven sobre la faz de este planeta. Mi especie ha existido en el pensamiento de muchos hombres. Hasta hace unas décadas, nuestra especie era casi tan numerosa como la vuestra, existíamos un ejemplar por cada lector, pero entonces apareció la caja tonta y otros inventos por el estilo, que anulan la participación de la mente humana y lentamente, sin remedio, comenzamos a morir uno tras otro. Ahora sólo quedamos un amigo, demasiado debilitado, y yo.

Todo esto lo dijo con voz pausada y un deje melancólico. Cuando mencionó la televisión, agitó enérgicamente la cola leonada.

Leo no pudo evitar sentirse culpable, aunque no terminaba de entender el significado de aquella aparición.

-Entonces, estás en peligro de extinción como el oso.

-Hay una pequeña diferencia; el oso depende de la condición del hábitat y de su tasa de reproducción. Sin embargo, nosotros no nos recuperaremos si los hombres no cambiáis vuestra actitud.

-¿Qué quieres decir?

-Nosotros vivimos porque la gente nos ve, no con los ojos del rostro sino con los de la mente. Mientras haya alguien que abra libros para dejar volar la imaginación, sobreviviremos. Pero la dificultad es que habéis elegido un ritmo enloquecido de vida en el que solo tiene valor lo inmediato y ya no tenéis tiempo para leer.

-Así que pervivís en los libros...

-Sí.

Mientras transcurría este diálogo, entre los árboles aparecieron varios animales que tampoco están registrados en las enciclopedias. Leo comprendió que debía hacer algo urgente para que no desapareciera aquel mundo, así que emprendió el camino de regreso al colegio. Su maestra se sorprendió al ver que regresaba a clase.

-Quiero salvar a un amigo –le respondió Leo cuando preguntó la razón de aquel cambio.