IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

El fusil del rabino

Meritxell Iglesias

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Le daba mucha rabia utilizar a Gilda para un trabajo tan sucio. Normalmente solía utilizar uno de los fusiles de los cadetes, pero ese día habían organizado una marcha y no tuvo mas remedio. Gilda era preciosa, una MG-42 perfectamente calibrada. El teniente Kassler levantó la mano y los sargentos apuntaron. Una sola orden, un disparo, dos segundos y medio y cinco cuerpos de  tres jóvenes judíos derrumbados en el suelo. El sargento Hasslehof sopló la boquilla de Gilda y le limpió el cañón con la manga al tiempo que murmuraba para sus adentros: “malditos rebeldes”. Hasslehof odiaba a los a los judíos. Aquellas criaturas no eran más que animales que había que exterminar, pues sabía que si se volvían racionales y se olvidaban de su Dios podrían llegar a ser tan peligrosos como ellos mismos.

Al cabo de media hora de espera en esa claustrofóbica sala apareció el comandante Heisler luciendo su impoluto traje, repleto de medallas. El sargento Rausser se inclinó hacia el sargento Hasslehof y le susurró al oído: “Ya tenemos aquí al farolero”. Hasslehof no pudo contener una risita que fue contestada con un guantazo y un insulto del comandante:

-¿Qué te hace tanta gracia necio?

-Nada herr Heisler -mientras se justificaba, Rausser le apretó el brazo en señal de disculpa.

Ambos eran buenos amigos. No había nadie en el mundo en quien Hasslehof confiara más, era como un hermano para él. Se conocieron en el servicio militar, con el tiempo fueron ascendiendo posiciones en el mando y se volvieron unos dignos anfitriones. Sus patrullas eran las mejores de todo el regimiento. Habían pasado muy buenos ratos  juntos y siempre intentaban hacer la guardia nocturna a la vez: se sentaban, bebían, fumaban y conversaban.

De repente, una estridente y autoritaria voz le despertó de sus pensamientos. Era el comandante Heisler:

-¡General Hammilton! El sargento Hasslehof se ha reído durante esta reunión.

-Dos cosas Kurt -dijo el jefe con sorna-. Primero: la reunión no empieza hasta que yo no haya hecho acto de presencia. Segundo: llámeme Eric. En cuanto a usted, sargento como se llame...

-Hasslehof – le interrumpió el comandante Heisler.

-¡Cállate Kurt! –gritó el jefe–. Sargento Hasslehof, me temo que tendremos que azotarle.

Después de aquella intervención, un crudo silencio se apoderó de la sala y el Jefe estalló en una gran carcajada.

-¡No sea estúpido, Hasslehof. Claro que no le voy a azotar! Ni que fuera usted uno de esos judíos acostumbrados a tanto látigo -todos los militares rieron, excepto Rausser, que apretó los puños hasta clavarse las uñas en la carne, aunque nadie reparó en ello.

-Al grano –siguió el jefe–. Aquellos tres que fusilaron ustedes el otro día, escaparon de Auschwitz. La única manera de escapar de allí es que alguien de fuera te haga pasar inadvertidamente por la puerta principal, escondido o como sea. No queremos pensar mal de nadie, ¿verdad?, pero alguno de mis oficiales es un traidor. Encuéntrenlo, tráiganmelo y luego lo fusilaremos. Kurt, dicho lo dicho, ya nos podemos largar.

Después de aquella insólita reunión todos los sargentos quedaron consternados, pero Hasslehof nunca pensaba cambiar de opinión, dijeran lo que dijeran, su jefe, el general Erik Hammilton  era el hombre más grande que él había conocido.

-¡Herr, herr rápido, rápido, venid! ¡Le tengo! ¡Tengo al traidor! -gritó el sargento Kotler.

-¿Qué le ocurre? ¡Son las tres de la mañana! ¡Déjeme ver quién es! –contestó el comandante Heisler-. ¡Usted! ¡Pero no puede ser usted el traidor, Kotler! ¿Qué significa esto? ¿Qué pruebas tienes de que este hombre sea el traidor?

-Le vi con el tanaj en la mano.

-¿Con el qué...? -preguntó Heisler.

-Con el tanaj, uno de los libros sagrados de los judíos.

-¿Y si se lo confiscó a alguno de los prisioneros?

-¡Pero si oí cómo rezaba! ¡Y, además, le iba a llevar esta carta a una de las prisioneras!

-“Querida Jessica: mañana os vendré a buscar a ti, a Georg y a Lisa para sacaros de aquí. Cuando amanezca, escondeos entre los sacos de comida que dejan en la celda. Los arrastraré hasta fuera. Cuando estéis al otro lado de la alambrada escondeos entre los arbustos y corred hacia la casa de Rufus. Me reuniré con vosotros en cuanto pueda. Te quiero” –el único sonido que se oyó después fue el golpe seco de la culata del fusil de Heisler contra el cráneo de aquel hombre

-Bien, sargento Hasslehof, Friedrich, ¿no?

-Así es general.

-Venga conmigo. Hemos encontrado al traidor y queremos que usted lo fusile. Sepa que le esta haciendo un favor a Alemania. Ganará puntos para su ascenso.

-¡Cuánto honor, herr Hammilton!

-Aquí tiene usted al traidor -señaló Hamilton.

-¡Rausser! ¡Oh Rausser! ¿Qué demonios haces aquí? –gritó Hasslehof. Rausser no dijo nada–. Herr Hammilton, seguro que se han equivocado... Rausser es mi mejor amigo y yo odio a los judíos.

Hasslehof se calló al darse cuenta de la magnitud de sus palabras. Amaba demasiado a su amigo y sabía que le amaría igual aún imaginando que fuera judío.

-Di, asqueroso -Hammilton se dirigió a Rausser-. ¿Has ayudado a huir a los prisioneros? ¿Acaso eres judío?

-Mi respuesta es sí a ambas preguntas –murmuró Rausser en un tono casi inaudible.

-Todo dicho, Hasslehof. Haga los honores -ordenó Hamilton.

Cuando Hasslehof miró a Gilda, su MG-42, sintió que era el objeto más horrible que jamás había sostenido en sus manos.

-No puedo, herr Hamilton. Ha de existir una explicación a todo esto –Hasslehof miró a Rausser y éste le devolvió la mirada y le sonrió tristemente, como nunca le había sonreído.

-¡Por favor!- gritó Hammliton-. ¿Dónde está ahora el gran Friedrich? ¡Dame, gallina! No eres digno de llamarte nacionalsocialista.

Ese hombre apuntó al corazón de  Rausser. Se oyó el silbido familiar para Hasslehof y, al instante, su amigo se desplomó en el suelo.

-¡No! –Friedrich Hasslehof corrió hacia el cuerpo inerte. En aquel instante se dio cuenta de que no sostenía a Rausser, porque su amigo siempre reía y le daba abrazos amistosos. Ahora abrazaba a un cadáver. Cuando tomó las manos de su amigo se dio cuenta de que éstas sujetaban el tanaj, que para Friedrich se convirtió en el objeto más hermoso del mundo. 

***

-Señor rabino, que cuento tan terrifico –dijo Katherine

-Se dice “terrorífico”, tontina -le corrigió Noah-. A mí me ha parecido muy interesante. ¿Dónde esta Hasslehof ahora, señor rabino?

-No lo se queridos niños. Mirad, ahí viene vuestra mamá.

-Hola rabino Friedrich -saludó la madre de los pequeños.

-¿Cómo está usted?

-Qué tanaj tan bonito tiene padre, nunca me había fijado.

-Gracias. Era de mi mejor amigo.