XVI Edición
Curso 2019 - 2020
El guitarrista
Ignacio López Martín, 14 años
Colegio Mulhacén (Granada)
Aunque han pasado varios años, recuerdo una mañana en la que me desperté tarde y tuve que subirme a un taxi para llegar a la universidad.
De camino a la parada iba tan ensimismada en mis pensamientos, que me di de bruces contra un hombre junto a la puerta de una cafetería. Como él llevaba un vaso de café, se lo tiré encima, lo que me obligó a pedirle disculpas e invitarle a otro. Peor fue que, acto seguido, en la esquina, pateé sin querer la escudilla de un mendigo, desparramando sus limosnas por la carretera. Para compensarle, le entregué un billete de cinco euros. Así que entre una cosa y la otra me quedé sin dinero para el taxi, lo que me obligó a tomar el metro.
De camino a la estación me topé con un ciego, que necesitaba cruzar un paso de peatones cuyo semáforo estaba estropeado. Le ayudé a llegar a la otra acera y se mostró muy agradecido, pronunciando unas palabras que jamás olvidaré:
—Es mejor ser ciego de vista que tener ceguera de corazón. Y parece que muchos en esta ciudad sufren esta última.
Minutos más tarde empecé a bajar las escaleras de la estación. Quedaban dos minutos para la salida del metro. Cuando llegué al andén, para mi sorpresa me encontré el tren parado y con las puertas abiertas. Cuando iba a subirme, un grito me alteró :
—¡Espere, por favor!
Se trataba de una señora que iba a subir al mismo metro, pero tenía que bajar el último tramo de las escaleras empujando el carrito de su bebé. Recé para que alguien fuese a ayudarla, pero mis plegarias fueron en vano. Tras depositar mi mochila en el suelo, me dirigí hacia ella y entre las dos bajamos el carrito a la plataforma.
—Muchísimas gracias.
—No hay de qué— respondí con una sonrisa.
Giré sobre mis talones y caminé lo más rápido que pude hacia la mochila. Justo cuando agarré el asa, el teléfono móvil salió disparado del bolsillo lateral, que tenía rota la cremallera. ¡Fue tal mi decepción al oír las puertas cerrarse a mi espalda!
<<Podría estar ahora mismo de camino a la universidad si no hubiera ayudado a esa mujer>>, pensé.
Pero aún me quedaba una oportunidad si el siguiente metro no se demoraba, pero por problemas técnicos anunciaron que se retrasaba veinte minutos.
Me senté a esperar y mientras me encontraba sumida en mis pensamientos, ahogada en un océano de frustración, escuché a un hombre que tocaba la guitarra y que se había puesto entre los pies un sombrero bocarriba. Al ver que le estaba mirando, clavó sus ojos en los míos.
—¿Qué tal, joven?
Tardé unos segundos en volver a la realidad.
—Bien.
—¡Mal, muy mal! —me llevó la contraria—. Eres buena, cariñosa y la vida te da la espalda.
Comencé a notar algo extraño, mezcla de duda y miedo. Un desconocido acababa de describir mis sensaciones.
—¿Cómo lo ha averiguado?
No me respondió; se entretuvo afinando el instrumento, así que regresé a mis cavilaciones.
Aún quedaban quince minutos para la llegada del tren y no tenía otra cosa que hacer que juguetear con el móvil. De pronto, una melodía invadió la atmósfera. La escuché atentamente, pues me resultaba demasiado familiar. De pronto, una paz maravillosa invadió mi alma. Reconocí que era la nana que mi madre me cantaba. No pude evitar derramar unas lágrimas, pues ella la compuso para mí. Aún sigo recitándola todas las noches desde su fallecimiento. Pero, ¿cómo era posible?...
—¿Quién es usted? —le pregunté al guitarrista.
—No importa quién soy ni por qué estoy aquí, Marta. Solo cumplo órdenes y acabo de finalizar mi tarea. Me he dado cuenta de que eres una chica dispuesta a hacer el bien a los demás, aunque te suponga un obstáculo. Por eso serás recompensada. Cierra los ojos.
Así lo hice.
Sonó el despertador. Eran las siete de la mañana del mismo día. Me levanté aturdida.
<<Ha sido demasiado real para ser un sueño>>, me dije.
Estaba muy confundida, más cuando esa misma mañana, de camino a la universidad, un mendigo me llamó por mi nombre al tiempo que afinaba su guitarra.