XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

El hombre del 58

Ana Badía, 15 años

                 Colegio Grazalema (El Puerto de Santamaría)  

Le conocían como el hombre del 58 porque vivía en el número 58 de uno de los edificios más lujosos de la zona. Algo extraño, pues con su apariencia de vagabundo, su olor a alcohol y su cara siempre enrojecida, no parecía poder pagarse el elevado alquiler.

Él no dirigía su vida. Había dejado de tener el control hacía mucho tiempo, quizás cuando falleció su hermana, con la que vivía o, tal vez, cuando perdió su trabajo.

No había tenido una juventud complicada, es más, nació y se crió en una buena familia y estudió en colegios y universidades en las que muy pocos entraban. Más tarde trabajó en una empresa importante, aunque siempre le costó relacionarse y nunca tuvo muchos amigos.

Debido a la curiosidad que yo sentía, tras verlo día tras día y no saber nada acerca de él, decidí investigar.

En aquella época yo vivía en el piso contiguo al de este individuo. Cada mañana me sentaba en la terraza con papel y bolígrafo y apuntaba la hora a la que salía de casa y hacia dónde se encaminaba.

Espiarle se convirtió en mi rutina. Cuando pasó un tiempo, decidí dar un paso más: tenía que avanzar hacia mi objetivo. Conocerle.

Le comencé a seguir por las calles. Aunque a veces volvía el rostro, no se percató de mi presencia. Siempre se dirigía al mismo sitio: primero entraba en un supermercado, en donde compraba una botella de vino; seguidamente se sentaba en un banco del parque y comenzaba a beber.

Yo me quedaba detrás de unos arbustos. Ya no era simplemente curiosidad; tenía que hacer algo por mi vecino. Me llamaba la atención que, por causas que yo desconocía, una persona antes tan bien posicionada económicamente hubiera acabado así.

Con el tiempo el hombre debió darse cuenta de mi presencia. Con el tiempo acabó por acostumbrarse y, poco a poco, fui ganándome su confianza, hasta que un día me senté junto a él. No le dije nada, pues desconocía si era agresivo o si, quizás, se sentiría intimidado.

Me ofreció la botella, que no acepté, y por ese gesto supe que era una persona amigable, así que comencé a hablarle. Le conté que era su vecina, que puede que me hubiera visto alguna vez en el número 58. Cuando le pregunté acerca de su vida, no me respondió. Supe que me estaba precipitando.

Cada día repetía el procedimiento: me sentaba a su lado. Poco a poco las palabras fueron surgiendo de su boca, y de su corazón.

Adiviné un gran vacío en su interior. La soledad le había hecho olvidar los principios que seguramente tuvo.

Buscando la manera de ayudarle, me acordé de un grupo de mi parroquia que atendía a personas con adiciones. Una mañana decidí proponerle que me acompañara. Me respondió que no quería hablar con nadie, pues no podía recuperar su felicidad, que hay cosas que es mejor dejarlas como están...

Sus excusas no me amedrentaron, porque recordaba cuando al principio no podía siquiera hablar con él y cómo, poco a poco, fue mostrándome sus sentimientos.

Afortunadamente, llegó el día en el que, para mi sorpresa, me dijo:

-Acompáñame.

Esa mañana no había traído la botella. Noté en el brillo de sus ojos, en el silencio entre las frases entrecortadas y en su postura, más rígida que nunca, sus ganas de cambiar.

Pasó el tiempo. Le seguían conociendo como el hombre del 58, pero ya no olía a alcohol y su cara, antes siempre enrojecida, había adquirido un tono natural.

Fue él el que cambió. Yo solo estuve a su lado.