XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

El hombre del traje gris

Miguel Ferreira, 15 años

                Colegio Mulhacén (Granada)  

Bajaba don Pedro por el paseo de la Castellana, como todas las mañanas de invierno.  A paso ligero y con un aire ajetreado se dirigía hacia la plaza de Tirso de Molina, donde le aguardaban las puertas del banco, de cuya apertura llevaba más de dos décadas haciéndose cargo. El minutero del viejo Longines que lucía con orgullo desde la muerte de su padre, marcaba las ocho menos diez de la mañana. Visiblemente exaltado, don Pedro palpaba una y otra vez los objetos del bolsillo derecho de su traje gris, en busca de las llaves del banco, al tiempo que aligeraba aún más su paso. Le quedaba más de un kilómetro y llegaba tarde.

A sus sesenta y tres años se había negado a seguir soportando los ajetreos del metro. Por eso acudía a pie al trabajo. Pero aquel día se arrepentía de aquella resolución que, por cierto, había cumplido a rajatabla. El primer principio de don Pedro era jamás traicionar sus principios.

A las ocho de la mañana abrió la puerta del banco entre disculpas al puñado de empleados que había llegado antes que él. Se sintió aliviado cuando, una vez dentro y a través de un ventanal atisbó un Audi A8, uno de los últimos caprichos del director. Al menos se había evitado una nueva reprimenda.

Dirigió sus pasos hacia su puesto, arropado por decenas de voces que le daban los buenos días. Don Pedro era muy querido por los clientes, pues además de ser el trabajador que más tiempo llevaba en aquella oficina bancaria, jamás había faltado su sonrisa para cualquiera que le hubiera dirigido la palabra. 

El viejo recepcionista se sentó en su sillón y, tras unos minutos tecleando el ordenador, comenzó a hacer anotaciones en su pequeña libreta para amenizar su aburrido trabajo. Aquellas notas, escritas en la letra prácticamente ilegible que don Pedro había desarrollado con la edad, decían lo siguiente:

-10:30. Análisis de inversiones del señor Segura.

-12:15. Consulta de la familia Vera con D. Fernando.

-14:00. Solicitud de concesión de hipoteca al señor Bermejo.

 -18:00. Entrevista de los representantes de Nicosia Madrid con D. Alfonso.

 -20:00. Revisión semanal de la cámara acorazada.

Con su amigable sonrisa, preguntaba por el objeto de su visita a los clientes que entraban en el banco, y los conducía al despacho del profesional que consideraba les sería de mejor ayuda. Sus veinte años de experiencia avalaban esas decisiones, y no solía equivocarse. Cuando llegaba alguien con cita previa, seguía el protocolo establecido: tras ofrecerle un café o una infusión, lo conducía hasta el despacho correspondiente por los estrechos pasillos que don Pedro conocía mejor que la palma de su mano.

Tras despedir a los señores representantes de Nicosia Madrid, don Pedro posó la vista sobre su muñeca izquierda. Las ocho menos cuarto. Había pasado casi una hora desde que el Astro Rey regalara su último rayo a la ciudad. La jornada tocaba a su fin. Sólo le quedaba una tarea del orden del día por completar: puesto que era jueves, debía comprobar que los más de ochenta y cuatro millones de euros que el banco guardaba en efectivo, estaban en la cámara acorazada. 

El banco, por precaución, tenía la costumbre de acumular este dinero en billetes de todas las cantidades. Por este motivo, don Pedro debía asegurarse de que entre los fajos de billetes recién llegados, no se hubiera colado ninguno que no correspondiera con su valor. Era una ardua tarea, y aquel día maldijosu suerte, pues a las nueve se celebraba en la casa de su ex mujer una fiesta en honor a su hija Marta, que acababa de recibir el diploma de su grado en ingeniería aeronáutica. Sin embargo, don Pedro no terminaría antes de las 10.

Abrió la primera puerta que conducía a la cámara acorazada, que a su vez escondía otras dos. Por fin entró en la sala que contenía los cerca de noventa millones. Tenía que revisarlos y comprobar que los fajos tenían la cantidad de billetes estipulada.

Ofuscado, echó la vista atrás. Había abierto el banco a las ocho de la mañana, eran las ocho de la tarde y aún le quedaban, al menos, dos horas de trabajo. Y eso que apenas cobraba dos mil euros mensuales. Entonces resolvió que llevaba veinte años explotado. 

Don Pedro, que nunca se había quejado, que siempre había tenido una sonrisa para todos, explotó y, de pronto, un rayo atravesó sus pensamientos. Contempló aquel montón de billetes que siempre había observado sin pasión y se ofuscó en el futuro de sus dos hijas, con la vejez para su madre, con el colegio de sus futuros nietos, con el bienestar de su familia… y no lo pensó dos veces. Se llenó los bolsillos del traje gris con tantos fajos de quinientos como le cupieron. No contó un solo euro, cerró cautelosamente las compuertas que conducían a la cámara acorazada, salió a la calle y se marchó del banco a toda prisa. 

Don Pedro, que jamás había actuado al margen de la ley, divagó sobre qué debería hacer. Supuso que marcharse del país. Probablemente tampoco debería recalar en ningún otro país de la Unión Europea. Con la mente absorta en estos pensamientos, llegó a la estación de metro y bajó las escaleras, olvidándose que se había jurado no subir nunca más en ese medio de transporte.

De Tirso De Molina a Rubén Darío. Estaba a tres minutos andando, a paso ligero, de su casa. Mientras caminaba dudó sobre cómo explicar a su familia lo que acababa de hacer. A medio correr empezó a cruzar el paso de cebra que le separaba de su acera. Cuando llegó al portal, otro pensamiento fatal se apoderó de su mente:

<<¿Qué hago aquí? ¡ La fiesta de Marta es en casa de Paula!>>, se dijo a sí mismo.

Volvió a dirigir sus pasos hasta la estación de metro, sin advertir que esta vez el semáforo estaba en rojo. Corrió a toda prisa por el paso de cebra, que era muy largo, de dos tramos. Sorteó con éxito el primer tramo. Sin embargo, no corrió la misma suerte con el segundo: el conductor de un Mercedes marrón café no vio al bedel, que murió en el acto. De su traje gris salieron incontables billetes de quinientos euros: a la vista de todos se supo que era un ladrón. Moría humillado, a pesar de que había vivido comprometido con la más absoluta honradez. Moría Pedro; los billetes de los bolsillos de su traje gris le habían quitado el don.