XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

El humo de los muertos 

Andrés Arance, 17 años

Colegio Mulhacén (Granada)

Un barco solitario navegaba las turbulentas aguas del Mar del Norte. Su quilla rasgaba el oleaje como si de un arado se tratase. La madera se curvaba hacia la proa, que en el mascarón llevaba tallada la cabeza de un dragón. De la borda colgaban escudos circulares y los remos rasgaban la superficie del agua con la sincronización que solo consigue la experiencia. Del único mástil que se alzaba en la cubierta, la vela, hendida por el viento, impulsaban el drakkar, a velocidad vertiginosa, hacia una costa sembrada de guijarros.

Los cantos crujieron bajo el peso de la embarcación, que quedó varada en la orilla. Desde la regala saltó a tierra un hombre robusto, que vestía pieles de lobo. Su cabello trenzado y la barba le bailaban a merced del viento de la noche. Llevaba el rostro cubierto por un casco de hierro, al que había engastado los enormes cuernos de un carnero.

–Eh, Ralof… –se escuchó una voz–. No te quedes ahí parado; tenemos que unirnos a la columna de saqueo de Ivar, y si llegamos tarde nos matará a todos.

Un gruñido reverberó en la garganta del joven, que después de tomar su hacha y su escudo se puso en marcha detrás de los cuarenta guerreros que formaban la tropa, capitaneados por Sigyn, la mujer más disciplinada y temida entre todas las huestes vikingas. 

La columna marchó tierra adentro siguiendo las huellas de los hombres de Ivar. Los habitantes de aquella isla que los vieron pasar, pensaron que eran demonios al ir ataviados con cornamentas, hachas y escudos, el cuerpo medio desnudo y sin miedo a morir. Era una visión verdaderamente aterradora.

Al despuntar el alba, la hueste de Ivar al completo se enfrentó contra la guarnición de York. Sus soldados cantaban tonadas de guerra que hablaban de los dioses, los vanes y los grandes héroes de su mitología, como Beowulf o Sigfrido. Aquellas cantilenas animaban el ambiente y hacían más amena la marcha. Todos los soldados sabían que podían morir en combate, pero no tenían miedo, pues la muerte en la batalla es el viaje hacia el Valhalla, en donde las valkirias, doncellas guerreras, recogen los cuerpos fríos para llevarlos a Asgard, el mundo de los dioses, donde los fallecidos reviven y pasan a formar parte del ejército de Odín, padre de la batalla, el dios cuervo, para defender a la creación de los estragos del fin del mundo. Con esas premisas la muerte era para ellos la mismísima gloria.

Al mediodía llegaron Ralof y sus camaradas, y se colocaron en posición. El resto de los dos mil guerreros, armados con hachas, espadas y escudos miraban con determinación hacia los tres mil soldados británicos que tenían enfrente. Los súbditos de York empezaron a avanzar. La mayor parte de sus flechas se clavaban en los escudos vikingos, alguna en la carne, pero apenas hubo bajas en las filas de Ivar.

Los bárbaros habían formado un enorme y denso bloque de hombres, contra el que se estamparon las tropas británicas. Gracias a la consistencia de sus filas, la superioridad moral de los invasores compensó su desventaja numérica. Los vikingos luchaban con una furia y una temeridad que hacía brillar el filo de sus hachas. Al cabo de las horas, el suelo se convirtió en un barrizal de sangre en el que se amontonaban los cadáveres. 

La batalla parecía perdida para los vikingos, cuando empezaron a surgir los berserkers, guerreros a los que los dioses imbuían fuerza y protegían de todo mal. Ajenos al miedo, estos soldados cargaban y arrasaban con todo lo que se les ponía por delante. Cada uno de ellos era capaz de acabar con la vida de diez enemigos, lo que confirmó los rumores de que aquel ejército pagano estaba formado por demonios. Las líneas cristianas empezaron a desmoronarse. Todos querían huir de aquellos enviados del infierno. 

En medio del campo de batalla, Ralof miró la enorme barcaza. Tan solo habían pasado doce horas desde la huida precipitada del enemigo. Los camaradas caídos, junto a los guerreros muertos de la hueste de Ivar, habían sido colocados en la nave. Le vinieron a la mente retazos cruentos de la batalla, la sangre y los gritos. 

<<¿Cómo podré mantenerme cuerdo después de tanto horror? ¿Como soy capaz de provocar tanto dolor?>>, se estremeció, antes de gritar:

–¡Muchos han caído en el combate! –. Cada uno de sus hombres, que se habían colocado alrededor del drakkar, portaba un cuerno lleno de hidromiel –. Hoy brindarán con los dioses –miró al cielo y, alzando su copa, rugió: – ¡Por Odín!... ¡Por nuestros victoriosos compañeros! ¡Valhalla y gloria!

Los soldados corearon a una voz:

–-¡Valhalla y gloria!

Ralof añadió su propia oración:

–Padre –susurró–, brinda con los dioses para celebrar mi victoria. Espero que estés orgulloso de mí.

Mientras las llamas calcinaban la nave, para que el alma de los caídos se elevara al más allá, apuró el cuerno y se encaminó, satisfecho, a la tienda que compartía con sus compañeros.