XVIII Edición

Curso 2021 - 2022

Alejandro Quintana

El inocente culpable 

Camino Salamanca Esteve, 14 años

Colegio  Sierra Blanca

Gael estaba en una esquina de la ciudad, mendigando a quienes pasaban por allí. Llevaba un mes durmiendo en la calle. Lo había perdido todo a causa de la bebida. Se embriagaba para olvidar.

Dormía en algún banco del parque, y por la mañana se paseaba para contemplar con hambre los escaparates de las panaderías, pues apenas conseguía lo suficiente para un bocadillo. Lo había dado todo por perdido: la vida no tenía significado para él. Además, los viandantes se alejaban al verle y evitaban mirarle a los ojos, para no tener que darle dinero.

Gael se irguió del muro donde se encontraba apoyado y se puso a caminar sin rumbo. De pronto se detuvo frente a un espejo que se exhibía en una tienda y se miró.

<<Estoy horrible>>.

 Tenía el cuerpo repleto de mugre y su ropa estaba rota. Supuso que olía a perro mojado.

<<Si parece que tengo cincuenta años>>. 

Empezó a recordar el tiempo en el que su vida fue un cuento de hadas, cuando no tenía problemas económicos y disfrutaba de la compañía de su esposa y de su hija, una niña encantadora. Los sábados por la noche se sentaban los tres a ver una película en la televisión, y entonces Gael pensaba que era el hombre más afortunado del mundo. 

Sacudió la cabeza para deshacerse de aquellas imágenes. Anteriormente fue feliz, pero en aquellos momentos solo sentía furia y desprecio hacia sí mismo, pues se creía culpable de lo sucedido.

Decidido a pasar página empezó a andar, hasta que encontró una iglesia. Recordaba haber ido en el pasado, cuando era un niño, pero hacía tiempo que para él solo eran un edificio más entre los miles que había en la ciudad. Se sentó agotado en la puerta y se abrazó a sí mismo, para tratar de quedarse dormido.

Una niña se le acercó.

-Señor, ¿no tiene frío?

-Sí, bastante. Y tú...¿No es muy tarde para que estés aquí sola?

-¿Por qué no entra en la iglesia? Está abierta y dentro se está calentito.

-No, gracias. Estoy bien aquí.

-¿No acaba de decir que tiene frío? 

-¿Por qué no te vas a casa?

-No puedo –la niña le sonrió y le extendió la mano. 

Gael, con inseguridad en su mirada se levantó, ignorando aquella pequeña mano. Abrió la puerta de la iglesia y pasó a su interior. La niña le siguió.

-Vamos a sentarnos -le invitó con una sonrisa inocente.

Gael tomó lugar en un banco y la miró.

-¿Te conozco de algo? 

-No es tu culpa.

-¿Qué?...

-No debes sentirte culpable del accidente.

-¿Cómo lo sabes? ¿Quién eres? –Gael se quedó sin palabras.

La niña le miró con cariño.

–¿Qué edad tienes? ¬–volvió a lanzarle una pregunta. Estaba convencido de que su forma de actuar y de hablar no era propia de su corta edad.

-Cumplo siete en seis días

-¿El ocho de enero?... 

Recibió una sonrisa como respuesta. Era la misma fecha del cumpleaños de su hija. No podía ser casualidad. Además, de pronto la vio parecida.

-¿Liv? –era la forma con la que le llamaban en casa.

-Así es, papá.

Gael no se pudo contener las lágrimas y la abrazó con fuerza.

-¡No me dejas respirar! -protestó divertida.

La soltó de inmediato y se limpió las lágrimas.

-¿Cómo es posible? ¿Dónde estabais? ¿Y tu madre?...

-Mamá está bien. Te está esperando.

-¿Dónde está?-Gael miró hacia todos los lados.

-Arriba –guardó un impás de silencio–. He venido para que vengas con nosotras.

Gael entendió a qué se refería, y rompió de nuevo a llorar.

-No puedo; soy el culpable del accidente... De vuestra muerte. Si aquel día no hubiese bebido más de la cuenta...

Liv le acarició la mano.

-Papá, todo está bien. Te mereces disfrutar del Cielo.

Gael posó la cabeza en su regazo. Poco a poco, se quedó dormido.

A la mañana siguiente, el párroco se quedó paralizado al encontrarse el cuerpo de un mendigo en el último banco del templo. Estaba sin vida. Y sonreía.